El tacto es un sentido clave para la vida humana y su carencia debilita el sistema inmunológico, además de influir en el ritmo cardíaco, la presión sanguínea y los niveles de hormonas del estrés y el amor.
Cuando un bebé nace se recomienda recostarlo sobre el pecho y el abdomen de su madre: que el primer contacto en el mundo luego de la violencia del parto sea la piel de otro ser humano. Así el tacto es el primer sentido que comunica, el más primitivo y también el más elemental. La yema del dedo de un adulto tiene unos 100 receptores táctiles y en dos metros cuadrados de piel se acumulan cinco millones de estas terminaciones nerviosas, que sirven para interactuar con el entorno y aprenderlo. En el área del cerebro que procesa la información táctil —en sí una de las más grandes— los labios, los índices y los pulgares requieren un espacio importante.
¿Sería posible entonces que la falta de contacto físico que impone la pandemia del COVID-19 —no más abrazos, no más apretones de mano excepto entre personas que vivan juntas— pasara sin consecuencias?
Perder el contacto de la piel —al mismo tiempo que se pierden las rutinas, la exposición a la luz natural, la calidad del sueño y hasta el cálculo interno del tiempo— es probablemente una de las fuentes de trauma que hará del mundo por venir una experiencia difícil. También hace más dura la muerte de aquellos que sucumben al nuevo coronavirus, aislados para no contagiar, sin otra mano que los toque que la de los profesionales de la salud, siempre con guantes.
Para los que pasan la cuarentena solos la experiencia es particularmente agobiante, como para los niños que crecen sin caricias (tienen peor salud física y mental que los demás) o los detenidos en confinamiento solitario. El antropólogo Paul Byers estudió los efectos debilitantes del fenómeno que llamó “hambre de piel” en los ancianos, posiblemente el segmento de población menos tocado.
“Cuando tocamos la piel se estimulan los sensores de presión subcutáneos, que envían mensajes al nervio vago [del cerebro]”, explicó a Wired Tiffany Field, investigadora del Instituto para la Investigación del Tacto (TRI) en la Universidad de Miami. “A medida que aumenta la actividad del nervio vago, el sistema nervioso se desacelera, bajan el ritmo cardíaco y la presión sanguínea y las ondas cerebrales muestran relajación. También bajan los niveles de las hormonas del estrés, como el cortisol”, agregó para explicar la necesidad biológica del contacto físico. Al mismo tiempo aumentan los niveles de oxitocina, la hormona del amor, que crea vínculos y por eso participa en el sexo y el nacimiento.
Es humano y, en realidad, es una característica de muchos otros mamíferos: “Todos los primates humanos estamos programados para el tacto, nos guste o no”, agregó a The Independent Francis McGlone, neurocientífico de la Universidad John Moores, en Liverpool, Reino Unido. Su colega Alberto Gallace, de la Universidad de Milán-Bicocca, coincidió: “Nuestro cerebro y nuestro sistema nervioso está diseñado para hacer que el tacto sea una experiencia placentera. La naturaleza creo esta modalidad sensorial para aumentar nuestros sentimientos de bienestar en ambientes sociales. Es algo que sólo está presente en los animales sociales que necesitan juntarse para optimizar sus posibilidades de sobrevivir».
Sensaciones de soledad y aislamiento
“’Hambre de piel’ es el término de uso común para lo que en la ciencia se conoce como privación del afecto, que está asociado a una serie de daños psicológicos e incluso físicos para la salud”, dijo Kory Floyd, profesor de comunicación en la Universidad de Arizona especializado en los vínculos entre el afecto táctil y el estrés, la depresión, la soledad y la ansiedad. “La gente que vive sola es más susceptible, y ahora sería razonable argumentar que casi todos somos más susceptibles que lo normal a la falta de tacto y otras formas de conducta afectiva”.
Si bien antes del SARS-CoV-2 muchas naciones desarrolladas tenían normas que limitaban el contacto físico en escuela e instituciones públicas, por razones de cuidado y para evitar juicios, y desde la masificación del teléfono celular es común interactuar con la pantalla más que con los desconocidos en el autobús, Field dijo al periódico británico que no tenía dudas de que “la privación del tacto es un trauma fuerte para las personas acostumbradas al contacto físico que hoy están separadas, como las nuevas relaciones románticas, o la gente que está hospitalizada”. En una encuesta que realizó entre el 25 de marzo y el 5 de mayo, el 43% de los participantes dijeron que sintieron soledad, el 58% dijo que experimentó sensaciones de aislamiento y el 42% se quejó por la falta de contacto físico.
El malestar de la falta de caricias u otra forma de contacto es, en realidad, una señal fisiológica. “Los cerebros son buenos en lo suyo”, agregó McGlone. “Si les falta algo, nos indican que tenemos que actuar”. Un ejemplo obvio es el hambre: cuando hace alta comer, el cerebro lo informa de esa manera. Con la crisis del COVID-19, además de los temores de la enfermedad en sí y la incertidumbre sobre el futuro, el cerebro necesita también un abrazo.
“Cuando tomamos la mano de una persona, cualquiera que sea, disminuye la actividad de las regiones cerebrales que reaccionan ante el miedo”, explicó a La Vanguardia James Coan, profesor de psicología en la Universidad de Virginia. “Un apretón de manos relaja el cuerpo», agregó, por la intervención de la oxitocina. «Y si sostenemos la mano de un ser querido nos sentiremos más protegidos frente al peligro y notaremos un alivio inmediato”.
Sistema inmunológico, estrés y abrazos
Debido a los protocolos de distancia social que, con mayor o menor dureza, se impusieron en casi todo el mundo, las personas que viven solas pasan meses sin tocar a otro humano. “Esto es una ironía particularmente cruel —señaló el texto de Wired— dato que el hambre de piel debilita nuestro sistema inmunológico, lo cual nos hace potencialmente más susceptibles al coronavirus”.
Field desarrolló el punto: “Me preocupa mucho, porque este es el momento en el que realmente más necesitamos el contacto humano», dijo. El tacto tiene una función instrumental en la respuesta inmunológica del organismo, porque reduce los niveles de cortisol, que elimina las células de la defensa, un tipo de glóbulos blancos que ataca a los virus. El tacto, al reducir el cortisol, ha mostrado mejoras inmunológicas en pacientes con VIH y cáncer, agregó.
La pandemia, en sí, es una situación que produce angustia. “Usamos el tacto para consolarnos”, explicó Gallace. “Cuando estamos en peligro o sufrimos ansiedad, nos ayuda que nos toquen. La falta de tacto aumenta el estrés de las situaciones”. Como ejemplo ofreció la palmada en la espalda: hay estudios que muestran que las personas se desempeñan mejor tras recibir una. “Es una forma de seguridad que se retrotrae al contacto de la mano de quien nos cuidaba cuando éramos niños”, explicó.
En otro estudio de Field casi la totalidad de la gente que dijo sentirse privada de tacto durante la pandemia —26% muy privada y 16% moderadamente privada— manifestó trastornos del sueño: el 97 por ciento. “Cuando movemos la piel aumenta la serotonina”, siguió la experta. “y los bajos niveles de serotonina se han asociado al insomnio, la angustia y la depresión”.
Las neuronas C-táctiles
Un tipo de neuronas, las fibras aferentes de bajo umbral (C-MRUB, también llamadas C-táctil), que responden específicamente al roce suave, no informan de inmediato al cerebro. En los segundos que demora se produce el proceso, “la fibra nerviosa activa áreas que se conectan a la recompensa. Hay una liberación de oxitocina —enumeró McGlone—, tiene un efecto en nuestros niveles de dopamina, que es el sistema de recompensa del cerebro; tiene un impacto en la liberación de serotonina y ayuda a reducir nuestro ritmo cardíaco”.
Estas fibras prefieren el roce a una velocidad de 3 a 5 centímetros por segundo y a la temperatura del cuerpo, lo cual indica una inclinación por la piel directa. Para llegar a eso hubo millones de años de cambios adaptativos, recordó McGlone, “y ahora, por primera vez en esa evolución, la gente no puede experimentar algo que usualmente da por sentado». Cuando se le quita el tacto, «la gente percibe que algo está mal, aunque no pueda precisar qué”.
No es que el sistema se desmorone, pero el papel de las células C-MRUB tiene “efectos de largo plazo en nuestro bienestar físico y mental”, agregó el neurocientífico. “El contacto físico modera nuestro estrés y nos ayuda a sentirnos bien. Que nos falte puede afectar nuestra resistencia al estrés”.
La tecnología no reemplaza la caricia
Aunque las plataformas de comunicación han tenido un papel central durante la pandemia, no logran cubrir esa ausencia. “Podemos mantener nuestras relaciones sociales mediante la tecnología”, dijo Gallace, “pero aunque sea muy avanzada en términos de procesado de imagen y sonido, carece del sentido del tacto. Básicamente no existen actualmente sistemas que nos permitan interactuar empleando el tacto”. Todavía la tecnología háptica —que se usa en los juguetes sexuales y algunos videogames, por ejemplo— no es lo suficientemente avanzada “como para reproducir el vigor y la sutileza de, digamos, un apretón de manos”.
Los expertos aconsejaron estimular las zonas del brazo, el hombro y el cuello, que concentran células C-MRUB, y hacer mucho ejercicio. “Simplemente caminar en una habitación estimula los receptores de presión en los pies”, sugirió Field. “Masajear el cuero cabelludo o ponerse humectante en la cara también son otras formas de mover la piel”.
En algún punto la prolongación de la crisis sanitaria podría aumentar la tendencia a la sociedad sin contacto. “Luego de tanto tiempo de tratarnos como parias, ¿realmente volveremos a las cosas tal como eran antes?”, planteó Wired. Field teme que el coronavirus podría hacer de la falta de contacto físico un problema de largo plazo: “Sospecho que cuando todo esto haya terminado mucha gente va a seguir manteniendo la distancia social”, estimó.