El increíble Racing, los cuernitos y el eterno retorno de Mostaza Merlo a la Academia.
“Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua.” Jorge Luis Borges (1899-1986), de “Las ruinas circulares” (1941).
Cuando Borges escribió Las ruinas circulares, la elaboración del relato lo absorbió por completo. “Todo el cuento es sobre un sueño y, mientras lo escribía, mis asuntos de todos los días –el trabajo en la Biblioteca Municipal, las idas al cine, las cenas con amigos– fueron como un sueño. Por el espacio de una semana o más, lo real para mí fueron Las ruinas circulares”, solía recordar. La fantástica historia de alguien que se propone soñar a un hombre e imponerlo a la realidad. El final, borgeano hasta la médula, nos revela a un soñador que, a su vez, también es soñado por otro.
La noticia me sorprendió hace un par de semanas en Madrid, mientras también releía La doctrina de los ciclos y El tiempo circular, donde Borges analiza el Mito del Eterno Retorno desde Platón y los pitagóricos hasta Nietzsche. Y logró perturbarme. Merlo otra vez en Racing. Como en 2001, cuando la crisis me obligó a elegir entre el tentador abismo de los balcones y un pasaje sin regreso a España. Glup. Cerré las Obras completas y pensé que era cierto, nomás: la realidad imita a la ficción.
Imágenes en espejo. Vuelta olímpica en la semana de los cinco presidentes, el festejo en medio del desastre; cuernitos, estatua, regreso fugaz en tiempos de De Tomaso y Blanquiceleste; este exótico maridaje entre un club que suma su quinto técnico en dos meses y un técnico que dirige su tercer equipo en menos de treinta días. Only in Racing.
El shock duró segundos. La paradoja es el alimento de todo académico y ya no sorprende. Al contrario. Sostiene y alimenta ese amor insensato que, pertinaz, insiste en ignorar la burocracia del éxito. El último triunfo fue –estaba escrito– contra Unión, la última fecha del Final; la desdichada noche en la que barras y dirigencia –un mismo sujeto cegado por la idiotez– celebraron el “velorio” del vecino descendido.
—Estuve ahí y no sé qué le molesta tanto. A mí me encantó. Me hice hincha, Asch. Quería que lo supiese.
Oh, no. Conocía esa vocecita. Desvié la mirada de la pantalla y allí estaba, espiándome. Ya me había visitado en agosto de 2011, durante las primarias. Cole Sear, el nene de Sexto sentido, con sus eternos 9 años, sonriendo frente a mi escritorio. Suspiré, menos perplejo que la primera vez, tal vez resignado a los trucos de la mente y los sueños. Entonces, lo dijo.
—Veo gente muerta.
—Ya sé, Cole. Vi mil veces la película. Ahora te voy a preguntar por qué estás igual que en 1999 y vos me vas a decir que no creciste…
—Porque no todos podemos ser Messi.
Wow. Cada vez que releo algo sobre el Eterno Retorno, los hechos, al menos aquí, confirman la teoría, a lo bestia. Primero, Gallego. Después, Bianchi y Ramón Díaz, para volver a los dorados –o verdes, o negros– años 90, que más de uno hoy añora secretamente. Y encima Merlo, máster de los ugly teams. The horror.
—¿A qué viniste? Es día de elecciones y…
—Soy un fan del fútbol argentino. ¡Acá sí se juega a muerte, afuera y adentro! Y Racing me fascina, Asch. Quizá no le guste saber que justo yo los veo todo el tiempo, pero ya sabe: no puedo evitarlo. Fui a todos los partidos con este gorrito celeste y blanco, para que no me reconozcan.
Se lo puso. Un calor interno me invadió, súbitamente.
—Mirá, Cole, querido… Hace años sostengo que cada vez que dos adultos discuten sobre fútbol, vuelven a tener 10 años. Y esa convicción hizo que me sintiera muy cómodo editando una revista infantil futbolera que debí dejar, muy a mi pesar. ¡Pero no me vengas con que Racing es un equipo de muertos porque te emboco aquí mismo aunque seas un pibito, eh! –vomité, feroz. Me arrepentí de inmediato, aunque el arrebato no hizo otra cosa que confirmar mi tesis– ¿Fuiste a Avellaneda? ¿Viste a alguien?
—¡A todos! Destéfano. Lalín. Un señor inmóvil que hacía cuernitos y era idéntico al nuevo técnico que tiene la voz de Howlin’ Wolf, el cantante de blues. Merendé con Cogorno, feliz de la vida con su gestión, y saludé a Molina, que me sonrió pese a que estaba muy ocupado peleándose con uno que lo acompañaba. Corrí con los jugadores y estuve en un asado con la barra. Muchos de ellos conservan el maquillaje de aquella performance funeraria, ¿sabía?
—¿Estás seguro de que era maquillaje?
Cole, con esa mirada melancólica que lo hizo famoso, sonrió y se encogió de hombros. Le pregunté por qué Racing y no Independiente, donde tenía tanta o más gente para ver.
—Seh… Estuve con Cantero y los barras en guerra que firmaron la tregua para que el equipo juegue con público de local. Pero los prefiero a ustedes, Asch. Los sigo desde el año en que estrenamos la película, cuando esa señora, ¿cómo se llamaba? ¡Liliana Ripoll!, dijo: “Racing Club Asociación Civil ha dejado de existir”. En ese instante pensé: ¡ése es mi club!
Y ése es mi club, maldito sea. Cole debía irse. Lo esperaba un Bruce Willis con pelo que paraba en Recoleta y había conseguido dos plateas para ver el partido contra Olimpo, en Bahía Blanca. Le pregunté si iban en micro o en avión y sonrió, piadoso. “Me llevan ellos”, dijo. No pregunté más. Le regalé unos chocolates, se despidió con un beso y, mientras lo veía caminar hacia los ascensores, recordé el diálogo en la cama, cuando le revela su secreto a Willis:
—¿Ves muertos… en sus tumbas?
—No; caminando, como cualquiera de nosotros. Ellos no se ven entre sí. Sólo ven lo que quieren ver.
Agitó su manita antes de desaparecer detrás de la puerta plateada. Se había hecho tarde. En un rato, sólo hablaremos de las elecciones. Y presiento que el circular Mito del Eterno Retorno volverá a taladrarme la cabeza durante los próximos días. Seguro que sí.
Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil