Coincidencias entre la frontera afgano-pakistaní y el dantesco dominio de las barras en el fútbol argentino.
“La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar y no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño, son los hombres los que pasan”
Albert Camus (1913-1960); de su novela ‘La peste’ (1947).
Primero sonreí. Recién cuando el consejo se repitió como advertencia, lo tomé en serio. “Usted es muy joven y puede cometer una imprudencia. Hágame caso, por su bien: no reaccione, hagan lo que le hagan ellos mientras cruza la frontera”.
Enero de 1980. Paso de Khyber, plena cordillera Safid, límite entre Pakistán y Afganistán. Yo viajaba en un micro destartalado rumbo a Kabul, invadida por las tropas soviéticas; y “ellos” eran los miembros de una de las tribus nómadas pashtú que desde hace siglos dominan una zona donde, cuentan, no existe piedra que alguna vez no haya sido teñida de sangre. Allí donde marcharon los hombres de Alejandro Magno y Genghis Khan, circulan a su antojo, sin que nadie se atreva a cortarles el paso. Por suerte, obedecí.
Durante la larga caminata entre la casilla de control pakistaní y la afgana, uno de ellos se me acercó sonriendo, dijo algo que no entendí –yo, cabeza inmóvil, la mirada fija de un muñeco– y empezó su juego, celebrado por sus camaradas que no se perdían detalle. Caminó pegado a mí mientras escupía, intentando acertar en mis flamantes botitas de Botticelli. El paseo fue tenso, interminable, ridículo. Un autómata imperturbable y su burlador, que asomaba la cabeza y dejaba caer sus bombas de espuma blanca. Su capacidad para segregar saliva era tan asombrosa como su puntería. Botas y pantalón quedaron manchados, ellos se divirtieron y nadie desenvainó su daga. Bien. Ricardo Alfieri, el fotógrafo, sufrió lo mismo. Recién después, sanos y salvos, pudimos seguir con nuestro tortuoso viaje entre los picos nevados.
¿Por qué recuerdo esa vieja anécdota? Porque vivo en Vicente López y, por esas malditas casualidades, pasé por la avenida Maipú el día del entierro del Loco Pocho, el líder de la barra de Colegiales asesinado de seis tiros, a plena luz del día. El cortejo fúnebre –con el ataúd envuelto en la bandera del club y 400 fieles en caravana–, arrasó con todo. Corridas, gritos, negocios que bajaban las cortinas de apuro, algún saqueo menor, promesas de venganza. Todos conocen el trasfondo político del caso. El capo muerto era puntero del Gobierno y la facción liderada por su ex segundo, el Negro Martín, se pasó al PRO. Uf. Da asco, todo.
Allí, en medio de esa escena dantesca, absurda, me sentí como aquel día en el Paso de Khyber. A merced de un grupo sin límites que se rige por su propia ley, códigos de omertá, vendettas; pasión, negocios, arreglos con el poder. Una estructura alimentada por la mano de obra creada por la única fábrica que funcionó a pleno y con rigurosa producción fordiana en los años 90: la de marginales sin futuro.
Cuando la dirigencia de Racing coprodujo con su barra el “velorio” de los vecinos –esa obra maestra del mal gusto–, oscureciendo el estadio para que desfilaran ataúdes, velas y coronas, me indigné. Jugar dos fechas sin público era un castigo merecido y hasta insuficiente. Algo similar esperé –en vano– la semana pasada, cuando noté que no sólo Racing tiene dirigentes virtuosos en el arte del error.
La hinchada de Boca, en la Bombonera, decidió parar el partido contra Central y montar un show al estilo Broadway. Con sincronización perfecta, un racimo de “fantasmitas de la B” treparon por el alambrado mientras estallaban los fuegos artificiales, de la nada surgía una bandera con un mensaje para Ramón Díaz y en las pantallas del estadio se veían spots con burlas a River. Al menos Angelici dio la cara; habló, no se escondió como sus colegas de Avellaneda. Pero su descargo fue patético.
Dijo que la pirotecnia fue activada afuera del estadio. Que el tablero lo maneja “una empresa privada, no empleados de Boca”. Y asombrosamente negador, dedujo: “Si cada vez que un inadaptado se trepa a un alambrado nos van a suspender la cancha, terminaremos siendo rehenes de esta gente”.
¿Entonces? Entonces nada. Prevalece, a lo bestia, la red de complicidades que enriqueció a unos y otros. Y por cierto: basta de llamarlos “inadaptados”. Esta gente son los que mejor se han adaptado al nuevo escenario que domina el fútbol nativo: tan despiadado, imbécil… y rentable.
Si la idea fue diferenciarse del caso Racing para no recibir la misma sanción, tuvo éxito. El Comité de Seguridad, sin el menor pudor, decidió que Boca sufriera sólo la clausura de la Tercera Bandeja Sur, desde donde fue arrojada una bomba de estruendo que explotó al lado de Caranta, el arquero rival. Y ya. Que siga el baile. River, cuya dirigencia permitió que en el Superclásico se liberaran molinetes para que entraran barras, que flotaran más chanchitos inflables y que revendieran una enorme cantidad de entradas que sólo ellos podían repartir, tampoco jugará en un estadio mudo: apenas deberá cerrar la Centenario Alta. Caras de piedra.
El caos, la muerte, se convirtieron en rutina. En Huracán amenazan con armas a los jugadores. Independiente jugó con público gracias a la gentileza de sus dos barras enfrentadas, que acordaron una tregua. ¿No es tierno? Passarella no habla nunca. Y Angelici jura que el club no es responsable de lo que pasó en su propio estadio. Es insólito. O el presidente de Boca nos toma el pelo o de verdad es un señor naif que preside un club, pero se declara incapaz de controlar a un grupo que hace lo que quiere y cuando quiere. ¿No sería más honesto una renuncia, de alguien? Je. Ahora, el inocente soy yo.
Así estamos, muchachos. En la cuerda floja, aterrados, jugándonos la vida por nada, a merced de cualquiera, sin reaccionar porque si no, es peor; como en aquella caminata en el Paso de Khyber, con uno que va y te escupe los zapatos, porque sí, para marcar territorio.
Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil