“El argentino no quiere ver la dictadura”

“El argentino no quiere ver la dictadura”

Coprotagoniza Kóblic, que hasta el jueves había sido vista por 215 mil personas. Cree que al público local le cuesta enfrentarse a sus miserias históricas.

“El argentino no quiere ver la dictadura”

Oscar Martínez cuenta que la primera vez que Sebastián Borensztein le ofreció ser Valverde, el comisario deleznable de Kóblic, de dientes no tan inmundos como su forma de ser matón y patrón, dijo que no. Pero hoy, con Kóblic estrenada, siendo ese comisario que se obsesiona con el Kóblic de Ricardo Darín, Martínez está contento. Dice: “Nuestra preocupación era saber que no estábamos haciendo una película testimonial sobre la dictadura; existía el peligro de que al haber una referencia, que es la que dispara la historia, con los vuelos de la muerte, se pensara que la película iba de eso. Así como tampoco había que eludirlo: es parte de la trama, un disparador. Pero es una película de género.”
Kóblic arranca en un vuelo de la muerte para así después escapar al pueblo chico, infierno grande del género. Pero, como siempre dijeron los tres (Martínez, Darín y Borensztein): aquí no hay héroes.  “Sí, absolutamente. Ahí tengo mis dudas. Creo que el personaje de Ricardo, al ser un vengador, al vengarse de lo que es la representación institucional de la dictadura, puede llegar a ser vivido como un justiciero, cuando en realidad no lo es. Participó hasta ese momento, y participó porque quería jubilarse. Igual, es probable que haya gente que lo viva como un héroe.”

—¿Se lo ve como un héroe porque el cine argentino necesita héroes?
—Me parece que una de las funciones del cine y la ficción es ésa. No creo que sea un fenómeno local. La gente espía por medio de los héroes sus deseos reprimidos. Deseos de Justicia, en este caso. Hasta el personaje de Michael Douglas en un Día de furia es vivido como un héroe, cuando es un psicótico. Se convierte en un emergente y de ahí pasa a vérselo como un héroe.

—Pero la película se anima a crear género sin eludir la historia. Algo que no es frecuente en nuestro cine.
—La película no intenta ser testimonial ni panfletaria. Lo cuenta tangencialmente. Sin embargo, la atmósfera de la dictadura está en la película. Ese pueblo, esa cosa opresiva, el miedo, el hablar a escondidas del comisario. Está.

—Con el kirchnerismo, sin comparar ambos instantes, pasa algo parecido: no existen películas que den cuenta de ese momento en ese sentido. ¿El cine se abstrajo de esa realidad?
—Con los episodios históricos tiene que pasar un tiempo. Cuando no hay tiempo, no hay distancia, y sin distancia es difícil tocar desde la ficción algo muy caliente. Por otro lado, existe entre los que nos dedicamos a esto la creencia, que comparto, de que es piantavotos. El público argentino no quiere ver, ni verse, en la época de la dictadura. O en otras. Inevitablemente funcionan como un espejo del horror, de lo que somos, o de lo que fuimos capaces de ser. Por eso los productores y los directores le huyen al tema. A mí una vez, hace 15 años, me llamó Carlos Saura para que participara de una película que se iba a llamar Querida, ¿quién escondió el cuchillo? Finalmente no se hizo. Saura estaba furioso de que en España no se podía presentar ningún proyecto que tuviera que ver con el franquismo, y habían pasado 50 años.

—¿Va a costar que empecemos a pensar la década pasada desde el cine?
—Sí, yo creo que va a pasar mucho tiempo hasta que se pueda tocar. Es muy difícil. Se puede tocar elípticamente, como hacían en Italia las películas de los 70, o las de Gian Maria Volonté, ciudadano libre de toda sospecha. Películas testimoniales pero ficcionales. No comprometidas con un hecho específico.

—¿Cuesta hacer determinado tipo de cine adulto en Argentina?
—Lo escuchaba a Axel Kuschevatzky decir que existe una creencia errónea de que lo que el público argentino quiere ver es comedia. Y citó las más exitosas de los últimos años. Películas ríspidas, como Relatos salvajes. O El clan. O Tesis de un homicido. Salvo dos o tres de Adrián Suar, las otras son películas lacerantes, corrosivas. No son comedias. Mirá El clan: mirá lo que se tardó en llegar a hacerla.

—¿Cómo vivís este momento de la Argentina, con tanto contraste, tan complicado de un lado y del otro?
—Así. Complicado. Con mucho contraste de un lado y del otro. Nadie nos dijo que iba a ser fácil.

—¿Te sorprendió para bien o para mal?
—Hay cosas que no dejan de sorprender para mal. Convertir una citación de un juez en un meeting político y en una bailanta es algo que a uno como argentino no deja de sorprenderlo. En mi caso, para mal. Pero en términos generales no me sorprende. Yo sabía que iba a ser muy difícil y muy duro salir del lugar del que había que salir. Y que iba a tener costos. Es indudable. Ahora hay que ver qué pericia tiene la clase dirigente, el Gobierno en primer lugar, pero también la oposición, los sindicatos, los empresarios, como para tomar este momento con la delicadeza que corresponde, porque estamos empezando el partido de verdad. Hasta ahora fueron preliminares. Sería bueno que cada uno desde su lugar, reclamando lo que tenga que reclamar, lo haga con la razonabilidad y la mesura que son necesarias, sin recurrir a las chicanas del pasado, que ya sabemos adónde nos llevaron. Eso me atemoriza, porque sé que habrá costos altos y la utilización mezquina de esa circunstancia, para hacer política barata, para ponerle palos en las ruedas del Gobierno, y eso puede ser muy peligroso para todos.

—¿Se va a reconfigurar nuestra vida cultural desde los aumentos en las localidades?
—El cine es un fenómeno industrial, es más complicado. El teatro se ha acomodado a diferentes tipos de crisis. Hace 50 años que hago esto, y siempre se habló de crisis. Siempre aparecen recursos y creaciones que desafían la adversidad. Siempre hay una reconfiguración. El teatro burgués tendrá más dificultades, porque la clase media va sufrir la crisis. El cine también. Serán consideradas exitosas películas que quizás en otro momento hubieran hecho un millón o millón y medio de espectadores, y ahora harán 700 mil.

 

Secretos de villanos

A Oscar Martínez todavía le quedan dos estrenos en lo que queda del año: El ciudadano ilustre, de Gastón Duprat y Mariano Cohn, e Inseparables, la remake de la comedia dramática francesa, dirigida por Marcos Carnevale y junto a Rodrigo de la Serna y Carla Peterson.

—¿Cuánto estás disfrutando esta nueva etapa en el cine?
—Muchísimo. Es algo donde siempre quise tener continuidad. Y no es fácil tenerla en la Argentina porque no producimos tanto. Y tengo propuestas para seguir filmando.

—Pero este papel es distinto.
—En Kóblic, como hago algo tan alejado de mí, pude verme como si fuera otro tipo. Y dije: “Puta, está bien.” Yo tenía mucho miedo. Fue muy extremo. Lo leí y dije “esto no es para mí”. Me convenció Sebastián. Hablaba del pelo sucio, engrasado. Decía que mi pelo es muy característico y tenía que cambiarlo. La dentadura. La voz de un tipo muy fumador. Cuando fui el primer día y caminé y hablé, por todo lo pensado que estaba, ya existía ese personaje.

—¿Cuál es el secreto entonces para hacer un villano?
—Ricardo III no se autoconcibe como un villano. Son villanos porque actúan en función de su interés, Salieri tiene una doctrina que lo justifica para hacer lo que hace. Yo lo hice en teatro. El se siente una víctima de Dios. No voy a ser menos villano porque yo no me crea que soy un villano. Básicamente eso: el cumplimiento del rol, el itinerario que el personaje tiene. No pensar que es un villano. Cualquiera de nosotros puede serlo. A los ojos de una ex pareja lo somos. Lo peor que podés hacer es juzgar al personaje. No podés pensar “te voy a mostrar qué malo que es”, yo tengo que mostrártelo y que saques tus conclusiones.