Por monseñor Jorge Eduardo Lozano
Hoy te quiero compartir una historia de vida. Hablando con Mónica pasé largas horas en varios momentos. Se despedía como quien va a partir sin saber si podría regresar. Tiene unos 50 años de edad, docente, escritora… Un tanto introvertida. Muchas palabras para hablar de los demás, la cultura, el mundo… muy pocas para decir de sí misma. Una tarde me contó de su casi amistad con una mujer particular (¿cuál no lo es?). Una o dos veces por semana, Mónica iba a conversar con una señora que tendría cerca de 80 años en apariencia, y tal vez 10 o 15 menos en realidad. Era delgada, cabello largo y canoso, vestía elegantes harapos que había conseguido en una parroquia de Barrio Norte de la ciudad de Buenos Aires. Ocupación actual: linyera. Según ella, en su juventud fue bailarina de ballet en conocidos teatros de la ciudad y del mundo. Sentada en la fuente le señalaba con la mano el teatro Colón y le decía «yo bailé allí». Observando las dimensiones de su cuerpo, describe Mónica, es probable que lo haya sido. Aunque también pudo haber sido empleada bancaria, panadera, enfermera o algunas otras cosas. Tal vez se llamaba Raquel. Lo digo así porque Mónica no estaba segura de su nombre. La cuestión es que siempre la buscaba en la misma plaza, junto a la fuente en la cual ella realizaba sus cuidados de higiene personal. Varias veces intentó invitarla a tomar un café o desayunar, pero a Mónica no le permitían el ingreso con tan distinguida compañía. Finalmente un bar fue amigable y les permitió entrar y sentarse.
Y allí iban semanalmente a conversar y compartir historias no siempre creíbles. «Una vez en París…», «Recuerdo en Roma…», «Lo lindo de bailar en Madrid…». A Mónica le sorprendía su lenguaje cuidado y expresiones en inglés y francés de excelente pronunciación. Uno de esos días, en el bar habían puesto la música de un ballet no de los más conocidos y Raquel enseguida identificó el título, autor, año y lugar de grabación de la versión que estaba sonando. ¿Serían verídicas entonces las historias narradas? ¿Estaba Mónica ante alguien que había sido de renombre en carteleras importantes? Desde aquel hallazgo, Mónica llevaba las versiones de ballet que Raquel le pedía y las escuchaban mientras desayunaban. Al preguntarle por qué había dejado las tablas, Raquel suspiraba y con sus enormes ojos grises humedecidos decía «una traición», y cambiaba de tema. Un día Mónica se fue, dejó de venir a conversar conmigo y no supe más de aquella señora misteriosa. Cada tanto me acuerdo de esas historias, y no pude dejar las cosas así. Hace poco fui a la misma plaza y pregunté a otros moradores del lugar por Raquel.
Les parecía recordarla pero hacía unos meses que no la veían. Uno llegó a decir que tenía idea de que había viajado a Europa, y otros asintieron con la cabeza. Me dirigí al bar señalado por Mónica. Uno de los mozos se acordaba perfectamente de ambas. Me distinguió la mesa en la cual solían encontrarse, y me senté allí mismo a tomar un café mientras escribía estos renglones. El mozo me dijo que la última vez que Mónica estuvo allí dejó pagos 20 desayunos para Raquel, pero ella fue solamente dos veces, y después no volvió. Cuando se iba, recuerda el mozo, decía en voz baja: «Sola no es lo mismo». Cuántas historias deambulando por la vida. Algunos de quienes están en la calle son mecánicos, artistas, estafados, engañados de amor, fugitivos de la ley. Pero la gran mayoría excluidos, marginados, sin trabajo ni hogar. Unos tienen familia, pero circunstancias difíciles de entender impiden el regreso. No son números anónimos. No son parte del paisaje urbano. Tal vez vos y yo, que no vivimos en la calle, también tenemos en el corazón experiencias vividas, conocidas por muy pocos. Seguro que Jesús las conoce y nos ama así. A todos. En el triunfo y el fracaso. Nadie es anónimo a sus ojos. Ojalá que como fruto de la Navidad alguna vez dejemos la mirada egoísta y nos reconozcamos como hermanos. ¿No te parece?