En La Plata, Los Pumas perdieron por 33 a 15 contra Nueva Zelanda y dejaron un sabor agridulce. Si bien es bueno enfrentarse ante rivales de mayor nivel, hoy la medida son los equipos del hemisferio norte.
Otro partido y otra derrota. Así, reduciendo el asunto a la síntesis de la noticia, lo sucedido anoche en La Plata termina siendo el quinto tropiezo en igual cantidad de partidos del Rugby Championship 2013. O el décimo traspié en once encuentros jugados desde que el mundo del rugby le abrió a Los Pumas un enorme portón de ingreso en el Primer Mundo de este bendito juego.
Sin embargo, no fueron ni un partido más ni una derrota más. En primer lugar, jamás es uno más un cotejo contra los All Blacks. Los neocelandeses son, siempre, los mejores del mundo, los que mueven este deporte hacia arriba, ganen o no esa circunstancia llamada Copa del Mundo.
Tampoco fue una derrota más: la Argentina recompuso su imagen y reabrió ciertas expectativas entre el segundo tiempo ante Australia y el primero de ayer. Entre otras cosas, gracias al enorme trabajo de su pack de forwards que bancó formidablemente esa batalla fundacional del rugby que es la lucha por la obtención y la posesión. Funcionó bien el line out y el scrum sometió permanentemente al pack visitante. Serán los propios Pumas los que estén en condiciones de evaluar cuánto tuvo que ver con ello el regreso de Fernández Lobbe y de Albacete, líderes de otra dimensión.
Sin embargo, sea en el juego, sea en el intento de obtención, la historia reciente del equipo de Phelan se pareció poco a lo ocurrido en esos tramos de los dos últimos encuentros.
La participación de Los Pumas en el Rugby Championship es imprescindible. Y deforme.
Imprescindible, porque ningún seleccionado importante con aspiraciones de crecimiento puede prescindir de seis test matches por año ante los tres mejores equipos del planeta. Más aún cuando, de no disponer de una competencia de estas características, los partidos internacionales de nivel quedarían reducidos a una mínima expresión.
Deforme, porque ningún equipo del planeta suele ganar más de lo que pierde ante los monstruos del Hemisferio Sur y, en nuestro caso, estamos hablando de dos rivales (Nueva Zelanda y Sudáfrica) a los que jamás se les ganó con la celeste y blanca –quince argentinos derrotaron a los Springboks en 1982 disfrazados de Sudamérica XV– y de otro (Australia) al cual se superó sólo cuatro veces; ninguna de ellas dentro de los últimos quince años. Entonces, lo positivo que es confrontar regularmente con equipos de esta magnitud tiene, a la vez, mucho de frustrante: ganarles sigue siendo, hasta aquí, una ilusión. A veces más lejana; a veces, cercana. Pero en ningún caso se podrá decir que nuestro rugby se acerca al de ellos. Probablemente, eso jamás suceda.
Sin embargo, el dilema del momento no parecen ser estas derrotas lógicas, sino que las consecuencias de perder más de lo que se gana en general –incluidos varios rivales del hemisferio norte con los que la Argentina venía corrigiendo historiales durante la ultima década–; la más nítida de esas consecuencias es la forma en la que juega el equipo. O, mejor dicho, la forma en la que no juega el equipo.
Probablemente sea cansador para la gente cercana al plantel y, especialmente, para su cuerpo técnico, que se siga comparando esta era con la anterior, aquella que, de la mano de Loffreda, nos regaló la más maravillosa performance en Mundiales con un tercer puesto tan grande que, hoy, pareciera imposible de repetir. Pero es inevitable preguntarse ya no por las derrotas, sino por la pérdida de valores de juego y de disciplina que caracterizaron no sólo a aquel equipo, sino a varios de los jugadores que, aún hoy, son parte del seleccionado.
Estos Pumas de hoy siguen dejando el alma dentro de la cancha y se obstinan en intentar jugar un rugby que les permita avanzar más metros, anotar más tries y sumar más puntos con un poco menos del enorme esfuerzo que ha caracterizado cada uno de los grandes momentos Puma ante los principales adversarios. Pero ese esfuerzo termina convirtiéndose en estéril de la mano, fundamentalmente, de la superioridad individual de la mayoría de los adversarios en este nivel. Los Pumas no pueden por definición aspirar a ganarles mano a mano a sus adversarios específicos en estos test matches. Supieron, hasta hace poco, compensar esa desventaja a partir de certezas colectivas.
De todos modos, nunca está de más poner las cuestiones en contexto y admitir que un éxito ante cualquiera de los tres rivales en cuestión sería, hoy por hoy, el exclusivo emergente de un fenómeno circunscripto a los ochenta minutos de un partido y no la consecuencia del crecimiento de nuestro seleccionado.
Aquí sí conviene hacer otro paréntesis: uno de los muchísimos elementos favorables que tiene esto de competir regularmente contra los mejores es tener la posibilidad de elevar el nivel de juego más allá de un resultado. Una buena forma de comprobar si esto va sucediendo es cotejar a Los Pumas contra los habituales adversarios europeos. Hasta aquí, no ha habido efecto derrame.
Nuestro rugby sólo puede derrotar a los grandes adversarios si se aferra a sus haberes y se hace cargo de sus limitaciones. Si recupera algo de esa convicción religiosa de aspirar a un rugby cercano al error cero. Entiéndase como tal a cultivar una concentración y una disciplina que lo aleje de las faltas evitables en sectores sensibles de la cancha, tanto en ataque como en defensa. Entiéndase como tal reinsertar el culto a una defensa que ha sido sello de este seleccionado: un tackle fallado por error propio, en este nivel, se padece con valor try. Ver a Los Pumas tener pelotas de baja calidad –o perderlas– en el line out es entre doloroso e incomprensible en un juego cuyo reglamento ayuda cada vez más al que pone la pelota en juego. Verlos retroceder o sacar incómodo la pelota del scrum ante adversarios a los que se enseñó jugar esa formación es un pecado indigerible.
Nada de esto garantizaría victorias. Ni ante los rivales de este torneo ni ante otros de menor envergadura. Pero, por lo menos, daría la certeza de un rumbo. Ser consciente de lo que no se puede hacer; asumir que, tal vez, se ganen más partidos trabados que abiertos, pero a sabiendas de que nada ni nadie te hará olvidar de lo que sos capaz de hacer. Hoy, a los Pumas les cuesta crecer sobre sus aspectos deficitarios, entre otras cosas, porque no se sienten solvente allí donde lo sabemos fuerte.
Que un equipo que fue tercero en el Mundial 2007 figure hoy décimo en el ranking mundial –y haya ingresado por aporte ajeno al lote clave de cabezas de serie del próximo certamen– es la señal de que éste es un tiempo en el que el límite ya no son los Springboks, los Wallabies o los All Blacks, sino Irlanda, Escocia o Gales. Y hasta se le gana sin brillo a Georgia.
Todo indica que el cuerpo técnico que encabeza Phelan finalizará su ciclo cuando concluya la temporada.
Si así fuera, ¿qué decisión tomará la UAR a la hora de buscar un reemplazante? A dos años de la competencia, no sobra el tiempo. Pero aspirar a repetir el objetivo base –llegar a los cuartos de final– es algo que sigue estando al alcance de la mano de estas generaciones de rugbiers. La clave será saber elegir y dejar el asunto en manos de la gente más capacitada para trazar la línea imaginaria más corta entre el presente y aquellos días gloriosos del Stade de France.