Era Kate en Lost, hoy es Tauriel en la nueva El hobbit. La actriz canadiense defiende su obra como escritora y su vida como activista ecológica.
E vangeline Lilly se ríe. Ni siquiera gira los ojos. Pero se sienta en exclusiva con PERFIL y sonríe: “Hagan sus preguntas sobre Lost, pero no esperen mucho (y lo digo con cariño, ¡eh!). Quiero hablar de El hobbit: la batalla de los cinco ejércitos.” Lilly sabe que para una porción del planeta Tierra y del subplaneta –“Todos nos vemos todas las series”, dice con una sonrisa que mantendrá a lo largo de toda la entrevista–, su rostro siempre será el de Kate Austen, “la Kate” de Lost, la mítica serie de la isla y los náufragos que en 2014 cumplió diez años de su estreno. Pero su Tauriel, uno de los personajes de El hobbit, que Peter Jackson creó particularmente (e implicó acusaciones de herejía por parte de los puristas lectores de la obra de Tolkien) es aquello que viene a defender. O su libro para niños. O su carrera dentro de la ecología. O hablar sobre Ant-Man, su primer paso en el reino de los filmes de superhéroes. “Supe, sin odiarlo nunca, lo que era sentir que tu vida podría ser la que no querés, incluso no viviendo mal, sino todo lo contrario. Hollywood tiene esa capacidad, o mejor dicho, esa tentación: te podés perder a vos mismo y no hablo de la caricatura de los excesos. Hablo simplemente de seguir una senda que no sentís del todo tuya, pero muy disfrutable. Ser Kate me abrió todas las puertas, pero también fue algo que era un trabajo más desde un primer momento. Yo quería una carrera siendo relacionista pública, abogando por la ecología. Entonces tuve que enfrentarme a mí, demasiado rápidamente y demasiado joven. Me decía: ‘decidí mientras hacés esta serie qué querés hacer el resto de tu vida’. Era en ese momento o nunca”.
—Trabajaste en “Gigantes de acero”, la saga “El hobbit” y la futura “Ant-Man”, filmes que no son, precisamente chicos. ¿Por qué tus pocos papeles se dan en ese cine?
—Es fácil mutar en caricatura, o ser vista como una. Pero hay algo en las películas grandes que me parece lúdico más allá de su obvia intención de ventas: generan algo que tiene que ver con un nervio básico, con las ganas de relatos épicos en tamaño y alma que existe en una generación. Para decirlo en concreto, las películas de Peter Jackson son un ejemplo de eso. Yo creo en los cuentos, los escribo, los leo. Creo que ahí se roza algo muy sincero del ser humano. Y que eso nos conecta de formas, que a veces no podemos leer, pero sí percibir.
—¿Qué ves entonces en este brote de cultura pop por doquier, sobre todo considerando que fuiste parte del mismo desde el comienzo, que ayude a otra idea sobre cine?
—Sonará extraño, pero en algunos casos, muy puntuales, veo corazón. Lo veo en Peter: ya no tiene necesidad de saciar su fanatismo, y ahí está, como motor, como algo que genera una saga enorme, como un alma para adosar a un objeto querido por todos. ¿Qué importa si agrega o estira cosas? Lo peor que le puede pasar a un libro, o a una idea, es juntar polvo. Y esta generación quiere jugar con aquello que ama, con aquello que otros no conocen, con celebrar en pandilla lo que muchos creían que amaban solos. En ese sentido, hay una nobleza que es casi irreductible. Y es lo que me hace creer en los cuentos, lo que me hizo hacer mi primer libro para chicos (basado en una idea que tuve a los ocho años).
—¿Hay un lado oscuro en esa pasión?
—Claro, como en todo. Hay un lado que implica creer que esos cuentos, con superhéroes o hadas o lo que quiera imaginar el cine hoy, no deben rozarse con la realidad. Hay una idea de que esa potencia creativa no tiene nada que hacer en el mundo real, el que necesita ayuda ya. Por eso soy activista, por eso festejo que alguien deje de usar formas de contaminar el medio ambiente, por eso promuevo la energía renovable. Creo que es vital entender que un cuento implica, antes que nada, creer en el mundo y en el futuro.