La puesta de Ricardo III protagonizada por Gabriel “el Puma” Goity sorprende, primero, por el edificio en el que se desarrolla. El Teatro Shakespeare existe desde 2013, y desde entonces ha cambiado su ubicación. Este emprendimiento realizado entre Próspero Producciones y el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires es una inmensa estructura hecha con caños ensamblados y tablones, que permite ser trasladada. Ya estuvo en el Parque Mujeres Argentinas en Costanera Sur; en una esquina de Villa Luro; ahora está en el Parque Thays (Av. Figueroa Alcorta y Callao). En cada lugar ha sido sede de diversos espectáculos y talleres. Posee tres espacios principales: el escenario (elevado), la arena (al nivel del piso, equivalente al sitio que ocuparían las plateas), y las gradas (que rodean, con forma de herradura, el escenario). Esta disposición favorece el contacto entre el público –hay capacidad para más de 800 personas– y los actores, y recuerda a los teatros isabelinos (siglos XVI y XVII). Esa convivencia aumenta en las funciones en horario temprano: con luz natural, todos pueden verse a las caras.
A la rica experiencia de habitar este recinto se agrega por estos días la de ver Ricardo III bajo la lupa de Patricio Orozco, un experto en Shakespeare, a quien además le brinda una mirada contemporánea. Así pues, logra compactar en una hora y cuarto la historia de este villano que asciende a rey merced a su estrategia, que consiste, básicamente, en asesinar a todos sus enemigos. Orozco conserva algunas zonas líricas del texto, y se queda, sobre todo, con los parlamentos que hacen avanzar las acciones con rapidez. También actualiza el vocabulario y destaca algunos bocadillos que refieren a “este país” y buscan aludir a la Argentina.
Esta tarea de traducción y adaptación no brillaría si no fuera por el protagónico de Gabriel “el Puma” Goity, quien compone con maestría a este personaje jorobado, violento hasta la náusea y paradójicamente seductor. El resto del elenco lo acompaña con justeza, pero es muy difícil competir con semejante figura. Ricardo III se sabe a sí mismo un actor, y por eso se permite la desmesura de la máscara, para trazar un retrato grotesco del poder. Los demás personajes atraviesan un sufrimiento también desmesurado, pero su mar de llantos y lamentos debe ser sentido, verosímil, creíble. La verborragia y la ironía de Ricardo los colocan en una posición involuntariamente risible, pese a las buenas intenciones actorales. La excepción a esto es María Comesaña, en el papel de la reina Margarita, cuyo dolor, acumulado por años y teñido por la sed de venganza, evita estridencias y conmueve con su sobriedad.