El Tata Martino y el audaz experimento de mezclar el agua con el aceite. ¿Podrán jugar juntos?
Hugo Asch
“Yo no soy el Jesús de la Iglesia oficial que toleran policías, banqueros, jueces, verdugos, funcionarios, jefes de la Iglesia y otras personas con poder… ¡Yo no soy tu Superstar!”, Klaus Kinski (1926-1991); de su obra ‘Jesus Christuserlöser’ en la Deutschlandhallede Berlín (1971), incluida en ‘Mi enemigo íntimo’, de Werner Herzog (1999)
Los extraterrestres del cine norteamericano de los años 50 eran sabios, gélidos, muy feos y, para colmo, malísimos como comunistas de McCarthy; con la solitaria excepción de Klaatu, el de El día en que la Tierra se detuvo (1951) que, paternal, se bajó del plato volador para enseñarnos a ser menos bestias, prudentemente acompañado por Gort, un robot de tres metros de alto que te liquidaba con un solo rayo de luz si lo ponían nervioso. Ya en los 80, fue Spielberg –mientras Gorbachov y la Perestroika derretían la Guerra Fría– quien humanizó al bicho de otro planeta con su adorable ET, que igual se moría de ganas de volver a su galaxia. Buenos o malos, parece que los alienígenas hacían suya la descarnada frase del ruso Gogol: “Lugar siniestro este mundo, caballeros”.
El primero en llamar extraterrestre a Messi fue Piqué, que lo conoce desde niño, en La Masía, cuando pensaba que era mudo: “Cristiano Ronaldo es el mejor de los terrestres y Messi… es un extraterrestre”. Stephen Keshi, técnico de Nigeria, lo afirmó en el Mundial y Martino acaba de repetirlo, hace unos días. Lo dicen para elogiarlo, claro. Para explicar su excepcionalidad y situarlo más allá de todo lo conocido, lejos de lo humano. Mmm… Lindo lugar para el juego, horrible para la vida.
Pero resulta que Messi es humano; algo que es menos obvio de lo que parece. Y es el propio Messi, harto de estar harto, quien se lo recuerda al mundo. A su modo; sin palabras, o casi; ese terreno hostil.
Después de la dura derrota contra el Madrid, publicó una foto íntima en su cuenta de Twitter: Antonella, Thiago y él en su casa, sonrientes. Curioso momento para hacerlo. Y la semana pasada, mientras la prensa internacional celebraba su récord de goles en la Champions, volvió a fijar sus prioridades con una sutileza que, hasta ahora, sólo se le había visto con la pelota en los pies. Padre e hijito abrazados en la cama, sueño profundo, y una frase: “Nada más lindo que dormir la siesta con vos”. Clarísimo.
Messi, el extraterrestre, libra su propia guerra personal: ser visto, por fin, como uno más. Uno que vomita por los nervios, problemas estomacales o lo que fuere. Uno que juega bien, a veces no tan bien, y otras mal. Uno que no gana todo el tiempo. Que se resigna –y se alivia, también– porque deberá seguir la vida sin haber cumplido el perfecto guion maradoniano: Mundial ideal, edad ideal, copa en alto, gloria compartida. Enfrentarse cara a cara con sus límites lo hará mejor, seguramente. En la cancha y sobre todo, afuera.
Que a Messi algo le importe tanto o más que el fútbol es un dato novedoso para un superstar que alimentó su leyenda desde la perfección, la virtud en estado puro, sin fisuras, sin condimentos. Cristiano Ronaldo, su espejo, es también su opuesto: lo suyo es talento más pompa, escenografía, oropel, brillos. Todos quieren ser CR7, el más grande de los de aquí. Pero nadie puede ser Messi. Nadie se identifica con lo imposible.
Hemos perdido demasiado tiempo en la absurda comparación entre Messi y Maradona. Maradona, ya mito, sufre la cruel condena de vivir de lo que fue y ya no es. Piedad, por favor. Conservemos el asombro viendo mil veces la maravilla de sus viejos tapes, su historia. Y ya. Olvidemos esa pulseada insensata en la que, lo confieso, también yo creí en su momento. Maradona fue más que un jugador genial. Para bien y para mal lo ha sido, y eso lo sitúa a salvo de cualquier comparación, imaginaria o real.
Carlos Tevez –indultado de vaya a saber qué cosa, otra vez en la Selección–, en lo emocional, está mucho más cerca de Maradona que Messi. Pero en tren de elegir, prefiero el juego de espejos entre Messi y Tevez; y no porque Tevez esté a la altura del Messi jugador, que por cierto no lo está. Lo prefiero porque creo que Tevez es la única figura –figura, no futbolista– capaz de medirse con el inconcebible Messi.
Tevez tiene algo que Messi puede envidiarle. Eso creo. Quizá ésa haya sido la única razón de su ausencia en Brasil, el Mundial que era para Messi y para ningún otro.
Messi provoca devoción, algo místico o divino. Lo de Tevez es más sencillo y sanguíneo: dispara un amor incondicional. Le pasó en Boca, Corinthians, West Ham, Manchester United, el City y ahora en Juventus. En lo imperfecto, tal vez, esté el secreto de su seducción. Todos quieren a Tevez porque todos, de alguna manera, pueden ser Tevez. Un antihéroe casual, equívoco; uno de ellos, colado en la gala del Palacio. Ningún marciano.
Messi, zigzagueante, humilla rivales con la pelota pegada a su pie izquierdo, como un apéndice de su propio cuerpo. Tevez es aluvional: ataca al balón con todo el cuerpo, los hombros hacia adelante, envolviéndolo. Messi es un movimiento de relojería perfecto, exacto. Tevez, todo sudor y potencia; obstinación. Messi elige la sombra cuando no es luz, se desvanece, crea su propia oscuridad y allí se guarece, hasta que vuelve en fulgor. Tevez no se resigna; es como esos boxeadores que por buscar el nocaut descubren la mandíbula: cae, se levanta, se enfurece con sus límites, sonríe, insiste, se vacía en deseo.
¿Pueden jugar juntos? Claro que sí; y es una pena que no lo hayan hecho en el Mundial. Si suman juego y voluntad, será un show. Messi juega de Messi y Tevez juega de Tevez: habrá que ver cómo Tata Martino se las arregla para unir esas frenéticas libertades, tan diferentes entre sí.
Ojalá funcione y se redescubran; más hombres, más terráqueos, más abiertos. Porque hay mucho que aprender, todavía. Aprender, uno del otro.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.