Los mismos que desean que Argerich pifie y Jennifer López tenga las nalgas caídas, auguran el final de la ilusión del River de Gallardo.
Gonzalo Bonadeo
Hay razones más que suficientes para sospechar que atravesamos días –meses, años, quizá décadas– en los que nadie alienta demasiado a mirar fútbol por el solo hecho de disfrutar del espectáculo más popular y apasionante del planeta. Especialmente, en los estadios. Especialmente, en la Argentina.
Por lo general, cometemos la injusticia de encolumnar el nivel del juego con la incomodidad de la mayoría de las canchas, el costo global de la salida familiar o la devastadora injerencia de los diversos focos de violencia: el organizador de cada espectáculo –en este caso, los clubes/la AFA– debe garantizar la salubridad de todo, menos del show en sí; sólo eso –apenas– queda en manos de los protagonistas.
Tratándose de un deporte y no de una obra teatral o de un recital, aspirar a una garantía de satisfacción sería ir en contra de una dinámica que es la que, finalmente, nos conmueve. Sin incertidumbre, cualquier deporte pasa a ser mucho más una vulgar ecuación que un ejercicio físico-intelectual.
De todos modos, lo que le pasa al fútbol argentino como espectáculo de masas es equivalente a ir a ver a Les Luthiers, que el teatro tenga baños clausurados, no puedas usar tu platea central porque se la reserva de prepo la familia de Daniel Rabinovich y, en la puerta de acceso, soportes aprietes de la barra de los Midachi. Después de semejante despropósito, ¿quién podría criticar alguna pifia de Maronna, un fuera de tono de López Puccio, un furcio de Mundstock o alguna falsa gracia de Carlitos Núñez? (si es que algo de todo esto hubiera sucedido alguna vez).
No sólo nada de esto podría ocurrir, sino que, ante una excepción desafortunada, tanto los artistas como el empresario sabrían que volver a convencer a alguien de comprar una entrada sería un imposible. El fútbol es otra cosa. Sin ir más lejos, River y Boca vienen de jugar un partido en condiciones similares a las que quedarían expuestos Brandoni y Blanco si los obligaran a hacer Parque Lezama en alemán: les estarían pidiendo hacer algo para lo que no están preparados. Y esas cosas no suelen intentarse en público. Menos aún ante 50 mil espectadores en las tribunas y millones frente a la tele.
Aunque cada vez menos, aún quedan en la Argentina personas que no tienen más remedio que ver esos partidos que vos elegís ignorar ya no porque no te interese el juego sino porque la sociedad futbolera te convenció de que el único encuentro que debe importarte es el del equipo del que sos hincha. Es decir, nada de fútbol por el fútbol mismo. Algunos periodistas –intuyo que cada vez menos– seguimos currando en casa con que nuestro laburo nos obliga a ver un poco de todo.
Tomando como cierta la parte auténtica del asunto, entiendo lógico que, como buenos neutrales, aspiremos a que los partidos sean más buenos que malos. Este torneo de cierre de 2014 superó su primera mitad con algunas realidades más que potables y varias insinuaciones que, al menos, te sientan con entusiasmo a la hora del cotejo. Con las irregularidades del caso, tengo a River y a Banfield por encima del resto. Pero Boca, Independiente, Racing, Lanús, Newell’s, Vélez o Defensa y Justicia, todos a su modo y con idas y vueltas, han dejado como indicio la ambición, las ganas de mejorar y el repudio al concepto del no perder como bandera. Supongo que habrá más ejemplos que incorporar (Central, Atlético Rafaela) pero tampoco me la voy a dar de estar atento a todos los equipos, todos los partidos. De cualquier manera, se trata de un escenario saludable liderado por equipos de diverso poderío presupuestario y con conductores que no son justamente aquellos íconos que, de tanto que les sobaron el lomo, se comieron el personaje de la leyenda inmaculada y empiezan a caerse como un piano.
Gallardo, Almeyda, los Mellizos, Arruabarrena, Cocca, Almirón… todos nombres sin ese gran rodaje de tótem y, Barros Schelotto mediante, poco uso del efecto mediático para sustentar su existencia. Son, básicamente, entrenadores que hablan a través de sus equipos. Y lo celebro. Del mismo modo, a veces se los castiga con el rigor que no se les exige a los consagrados. ¿Cuántas veces habrá pensado y/o dicho Ramón Díaz que prefería perder un clásico y ganar un torneo en aquellos 90 en los que River hocicaba ante Boca pero arrasaba con los campeonatos? A Cocca no le dejamos pasar ni una.
A Bianchi se le esperó la reacción –en resultados, nomás– durante más de setenta partidos. A Gallardo se le augura el final de la ilusión después de cuatro empates casi como el célebre Sirven sentenció aquel verano que Tinelli se derretiría como un helado dentro del cucurucho.
Entiendo las chicanas de los adversarios o el deseo de los incapaces resentidos. No me entra en la cabeza la fruición con la que algunos medios tratan esta presunta meseta –o declinación– riverplatense. Evidentemente, o no miran los partidos o les disgusta sentir el placer de la armonía. ¿Querrán escuchar a Martha Argerich pifiando una nota? ¿Tal vez descubrir que Van Gogh no fue pintor sino el 4 del Feyenoord que se choreó unas telas? ¿O ver que se le hayan caído las nalgas a Jennifer López?
Curiosamente, a veces son medios o periodistas que reniegan de la inmediatez, de esa histeria que todo lo consume. Justamente, uno de los mensajes metafutboleros que transmite el River de Gallardo es el de escapar de la coyuntura, el de la construcción de algo más allá de noventa minutos. Se trata de un tipo de convicción a la que sólo la impaciencia puede hacer fracasar.
Creo que el mayor pecado de Gallardo es intentar que su equipo juegue al fútbol, ya no para ganar títulos sino para honrar una historia. Demasiado presumido para tanta mediocridad. Condenable. Como algunos de sus colegas mencionados, esos que, en las conferencias de prensa, hablan ubicando correctamente sujeto, verbo y predicado. ¿Cómo se les ocurre?
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.