Vida y obra de la actriz uruguaya analizada por la editora Jefa de la revista Semanario.
Pocas como ella me hicieron reír y emocionar con igual intensidad desde dentro o fuera de la pantalla o la escena. Verla actuar era la gloria, pero escucharla en una nota rozaba el festín, de esos que te invitan a sentarte a gozar de una mente brillante. Leerla en una entrevista, en tanto, podía ser el pasaje al paraíso. Y oír hablar de ella a sus mejores amigos, la mejor manera de terminar de conocerla, de dar la pincelada final a esa obra de arte que fue, es y será Concepción Matilde Zorrilla de San Martín Muñoz, más conocida como China Zorrilla.
Uruguaya por nacimiento, argentina por adopción y ciudadana del mundo por naturaleza. Una dama que transpiraba cultura desde su propio árbol genealógico, con parientes ilustres, pero con amores desconocidos, o al menos sin nombre, por obra y gracia de su propia capacidad para preservarlos. Sabemos que tuvo un gran amor, que murió en un accidente, y que allá lejos y hace tiempo, un actor de Hollywood había conquistado su corazón juvenil. Y poco más. ¿Pero alguien puede sospechar que no haya sido amada? ¿Qué hombre que se precie de tal podría no haberse enamorado de un alma y una presencia semejante? Yo apuesto a que La China dejó un tendal de pretendientes muertos por ella que, en cambio, le dio su corazón al teatro, ese único señor al que le entregó la vida y que la terminó de enamorar en Buenos Aires, tanto como para hacerle sentar domicilio y ponerse el sello de porteña.
Incansable. No voy a olvidar nunca mi asombro al ver las fotos que me llegaban a la redacción en las que en una semana, podía encontrarla cada noche en un teatro distinto, viendo a sus pares y, si algo le gustaba mucho, yendo una y otra vez… Y no estoy hablando de una década atrás, sino de hace apenas unos añitos, antes de que su salud comenzara a mostrar chispas de esa indómita señora llamada vejez, que de a poco, le fue robando recuerdos y sumando confusiones, pero sin sacarle lo que la hacía tan ella: el humor que, dicen, mantuvo hasta el último suspiro. Todo lo hacía gracioso, desde el relato de sus días como enfermera sin título, hasta su anécdota de cuando con su amigo del alma, Carlos Perciavalle vieron a Hitler y a su amante en Bariloche, en 1970.
Desinteresada. A punto tal de confesar que la plata le molestaba en las manos y de ser capaz de darle a un taxista que le contó su drama 37 mil dólares que venía de cobrar en el banco, sin siquiera imaginar que ocho años después el hombre le tocaría el timbre para devolvérselos.
Imposible sería despedirla, porque las almas buenas no se van. Y si hay algo en lo que todo el mundo coincide es en que más allá de ser una artista insuperable, era noble, sabia y generosa. Conmigo estuviste desde que te descubrí, y conmigo te quedarás hasta que allá arriba, algún día, pueda entrevistarte. En el mientras tanto, seguiré repitiendo esa frase antológica del cine nacional cada vez que vea a esa vecina que “si yo hago puchero, ella hace puchero”. O le gritaré “minusválida mental” a aquella otra que me saque de quicio con sus torpezas, como también dijo tu inolvidable Elvira. Voy a continuar esperando la carroza y tal vez algún día, pisando los 70, pueda encontrar a mi Fred, como hizo tu Elsa, para decirle aquello de “vos no tenés miedo de morir, tenés miedo de vivir”. Pero sobre todo, voy a seguir aferrándome a eso otro que me dijo tu enfermera Ágada en “Darse Cuenta”, aunque sospecho que también hablabas por vos: “Yo me entiendo con la vida. Ella no me tiene mucha simpatía, pero yo a ella sí… A mí me gusta la vida. Seré medio masoquista, pero me gusta”. Hasta luego, hermosa dama. El cielo ya te aplaude. Llegó la maestra. La más buena. La mejor.
Marcela Tarrio
Editora Jefa revista Semanario