Por H. Asch | Hay árbitros buenos, malos y corruptos. Como también hay jugadores que corren si conviene, dirigentes ricos y periodistas que aman los sobres.
Hugo Asch
—Es la justicia –dijo el pintor. —Ahora la reconozco –dijo K–. Allí está la venda y aquí la balanza. Pero tiene alas en los talones y está en movimiento…—Sí –dijo el pintor–, la pinto así por encargo: representa al mismo tiempo a la justicia y a la diosa de la victoria. —No es una buena combinación –dijo K, sonriendo–. La justicia debería estar quieta; si no, oscilaría la balanza y no sería posible una sentencia justa.—Debo adaptarme a los gustos de mi cliente –dijo el pintor.
Franz Kafka (1883-1924); de“El proceso” (publicada por Max Brod, en 1925).
A Oliverio Girondo le importaba un pito que las mujeres tuvieran los senos como magnolias o como pasas de higo. Era un poeta. Al fútbol, inocente víctima de tanta poesía de bajo consumo que estalla en innecesarios textos sobre el barrio y el potrero, le importan los pitos. Literalmente. Esos señores que, con enorme candor, disfrazan con éxito su modesto oficio asegurando que “juegan” tal o cual partido. Aramos, dice el mosquito; y la mayoría les cree porque en ese viscoso ambiente todos creen y todos olvidan según quién los haga ganar o perder.
Cuando se vestían de negro, panza, pelada, boca cerrada y andar torpe, se los conocía por el nombre, las fotos en blanco y negro con foco crítico, alguna frase ingeniosa como: “¡Penal bien tirado es gol, aireee…”, con que Nai Foino se sacó de encima al inconsolable Delem luego de que Roma le atajó el remate casi arrojándose a sus pies, en aquel histórico superclásico de 1962. Hoy firman autógrafos, filman publicidades, son contratados por marcas de ropa deportiva y, cuando se retiran, trabajan como comentaristas de televisión o políticos. Quién diría.
Allí están los árbitros, solos contra el mundo. Administrando el secreto poder que les adjudican, juzgados por un tribunal despiadado: críticos que se escudan en la perfección gracias a cinco, seis, diez cámaras, slow motion, diferentes ángulos, la repetición como arma mortal y una multitud enardecida que exige justicia o injusticia a favor.
Ellos se defienden con convicción suicida. Aplican una justicia exprés, espasmódica, sin apelaciones. Sobreactúan como malos actores; perdidos entre veintidós tipos al límite que en cada pelota se juegan el futuro, las cubiertas del auto o su cabeza. Si aciertan, los espera la indiferencia más absoluta; si fallan, un linchamiento menos virtual de lo que parece.
Quejarse de los malos arbitrajes es la coartada perfecta para disimular fallos propios. Los técnicos suelen aferrarse a ese recurso como a un salvavidas en pleno naufragio. La pifia del 9, el 2 que pierde la marca, el arquero que regala su palo, una estrategia equivocada o un cambio erróneo: todo se diluye ante la agresión externa, árbitros que reciben órdenes “de arriba”, el poder corrupto, las conspiraciones secretas. Es cíclico. La tentación, irresistible.
Enarbolando la conmovedora bandera de la injusticia, Cocca destacó el trabajo de los suyos frente a la adversidad: “Somos un equipo en formación pero ordenado, con una clara intención de juego, una idea”. Ahá. ¿Y por qué uno intuía, con razón, que ni jugando un día entero Racing podía dar vuelta esos malos resultados? Ay. Imaginen un guitarrista, Stratocaster blanca, pelo afro, vincha, ropa de colores, collares, botas, que sueña con ser Hendrix… pero toca como Pipo Cipolatti. Una desgracia.
Los periodistas llevamos estadísticas idiotas: cuántas veces ganó tal equipo con tal referí, cuántos penales le dieron a Atlético Madera. ¿Cómo que “le dieron”? ¿De verdad se compran? ¿Dónde? ¿Allí? ¿Y cómo hacen, entonces, los que se cuelgan del travesaño y entran al área con pasaporte y visa para tener un penal a favor? Los dirigentes, obvios de toda obviedad, van y piden según cómo les haya ido con éste o aquél. Eso que llaman, sutiles como un mamut en un local de Swarovski, “tener peso en AFA”. Que traducido significa: “tener los pitos a favor”.
Con Rapallini, Racing no había perdido e Independiente nunca había ganado. ¿Y? Enorme garrón, muchachos. Rapallini pitó muy mal. Y la historia se repitió frente a Lanús con Merlos, un Lunati sin gracia, más parecido a la tremenda Alex Forrest de Glenn Close en Atracción fatal que al bueno de Sordi. Glup.
¿Acaso existe una mano negra que trata de impedir el irrefrenable ascenso de Cocca & la Banda del Representante? Ehmm… No creo. Los árbitros pueden ser malos, pésimos. Pero todo buen corrupto necesita algo fundamental: que no se note. Y éste no fue el caso. Una pena. La teoría conspirativa es bastante más atractiva que resignarse a un equipo con buenas intenciones pero de vuelo corto.
Hace un año –esto es cíclico, recuerden–, el ambiente fingía escandalizarse con las confesiones de un tal Humberto Rosales, abogado y ex árbitro coimero que contó con lujo de detalles cómo cobraba –él y otros– para pitar a pedido del cliente. Su descarnado relato en el show futbolero de los domingos y la dura discusión que tuvo con Beligoy, titular de la AAA y defensor del honor de sus colegas, alteraron tanto a Alejandro Fantino que, asqueado, decidió abandonar la especialidad para refugiarse en la deslumbrante tormenta de ideas que, imparable, bulle en su programa de las madrugadas, en América.
El soborno en el arbitraje, al desnudo
En 2011 había hablado Javier Ruiz. Otro nombre en una larga lista que incluye a Faraoni, Javier Collado y otros arrepentidos que tocaron y se fueron, como Pentrelli. Sin pruebas, las investigaciones “hasta las últimas consecuencias” tienen una sola consecuencia: no pasa nada.
Existen árbitros buenos, árbitros malos y árbitros corruptos, cómo no. Como también hay jugadores que corren si conviene y hacen lindas camas; hinchas que exigen ayuda por debajo de la mesa, dirigentes que llegan pobres y se van ricos; técnicos chantas, transeros; periodistas que aman las frases hechas y los sobres gordos. Uf.
No; no hay buenos en esta novela negra a la criolla, muchachos.
Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil