El vacío que deja Grondona y la sensación de orfandad que perturba al fútbol argentino.
Hugo Asch
“Es como si un prisionero no sólo tuviese la intención de fugarse, cosa que tal vez fuese posible, sino que además, y simultáneamente, quisiera convertir la prisión en un suntuoso castillo para sí. Si realiza la fuga, no podrá construir el castillo, y si lo construye, no podrá fugarse”. Franz Kafka (1883-1924); de “Carta al padre” (1919), publicado en 1952.
La semana pasada escribí sobre Sabella, su renuncia, su “nosotros, antes que yo”, pero terminé hablando de él. Imposible no hacerlo. Era el dueño de la pelota. Y de mucho más.
En ese ambiente viscoso, sin límites, cegado a la razón, lleno de pícaros, ingenuos desbordados, arribistas en busca de un trampolín hacia la política, rateros, corruptos high class que después de su primer millón ya son señores; en ese mundo de luces y fantasía que alimenta al mundo y se alimenta, Julio Grondona lo era todo. Todo.
La sensación de orfandad es intensa y muy perturbadora. Los países también la sufren cuando pierden un líder, un personaje que ocupa todos los espacios. Pasó con Kennedy, Mao, Franco, Tito, Perón; y pasará en Cuba cuando ya no esté Fidel. El shock, la angustia es tan fuerte que afecta por igual a partidarios y detractores. ¿Qué hacer si de pronto desaparece el mal absoluto, el culpable de todas las desgracias? ¿Cómo salir de esa incómoda soledad?
Mucho se ha contado sobre Grondona en estos días. Su historia, Sarandí, la ferretería, Arsenal, Independiente, sus arranques de furia contra los árbitros, su llegada a la AFA en los años de plomo, la lista de presidentes que vio pasar, la “vicepresidencia del mundo”, su habilidad para acumular poder. También se dijo –en un claro exceso de argentinismo– que nunca le interesó ser presidente de la FIFA porque siendo vice igual manejaba todo por sobre Havelange o Blatter y sin tanta exposición pública; que le alcanzaba y le sobraba con su picardía de barrio, el idioma del fútbol, su arma mortal.
Maradona, una vez más, dio una vuelta entera sobre sí mismo y se mostró respetuoso con su enemigo preferido: el hombre con quien construyó una larga relación de amor-odio en la que uno y otro se debieron mucho, demasiado. La muerte indulta, maquilla, enamora, sobre todo en un país que recuerda a sus grandes hombres el día de su último día.
Compararlo con Perón podrá parecer un sacrilegio. Lo haré, de todos modos. Más allá del carisma popular que Grondona nunca tuvo ni le preocupó tener, sus estructuras de liderazgo fueron idénticas. Los dos responden a las características del caudillo nativo: poder absoluto, entornos funcionales y de escaso vuelo cuya gran virtud es la incondicionalidad. Allí nadie encontrará un delfín, un heredero. Después de mí, el diluvio.
Los más optimistas ven este fin de ciclo como una gran oportunidad para que los enmudecidos por el rigor de un sistema personalista y brutal puedan, por fin, cambiarlo todo. Mm… no será fácil. Recuerdo la escena del león de circo que vivía en una jaula con la puerta abierta en Le Roi de Cœur (1966), adorable film francés de Philippe de Broca: tan acostumbrado al encierro estaba que ya no se le ocurría salir. Al peronismo le costó enormemente superar el duelo por Perón. Tanto, que con los años fue diluyendo su doctrina hasta convertirse en una autopista directa al poder. En los 90 fue un mix de Cavallo con algo de Von Mises y Von Hayek; en el siglo XXI, Keynes corazón. Veremos qué toca ahora.
¿Qué creo? Que la AFA será –ya lo es– un botín para el poder político. En 2015 cada candidato tendrá a su hombre para sentar en el Gran Sillón y, desde allí, aportar a la causa. O al negocio, uno nunca sabe. ¿Es posible otro largo papado al estilo de don Julio? No, para nada. En Argentina nada dura demasiado: ni lo bueno ni lo malo. Esos 35 años fueron un fenómeno único, irrepetible. La excepción que confirma la regla.
Grondona, el autoritario Grondona, fue una creación del fútbol nativo, de su propia gente. Un símbolo de cómo se maneja el poder en un país caudillista. Sin su paraguas protector, perdonavidas, esa estructura de leales, amigotes, levantadores de manos, quedará expuesta, desnuda como el rey del cuento. Será… obsceno.
¿Quién era Julio Grondona? Salvo su familia, nadie conoció al hombre más allá del personaje. Vivió para el fútbol. Sólo un pequeño gesto íntimo que hizo público lo mostró más allá de su rol, los cargos; su coraza.
Fue en el invierno de 2012, cuando decidió quitarse el célebre anillo, el de la inscripción “Todo pasa” que exhibía, orgulloso, porque en la política o los negocios todo es así, fugaz, hola y adiós; y mucho más para alguien como él, que ha visto pasar tanto, y a tantos. “Gam ze iaavor” era lo que decía el otro anillo, el del cuento que descubrió alguna vez en un viaje por Egipto, algo que era bueno releer en los momentos de mucho dolor o mucho placer: “Esto también pasará”. Se enamoró de la frase y la hizo suya.
El límite fue la muerte. La de su madre, Julia, en 2009, a los 102 años, fue un golpe duro. Pero perder a Nélida Pariani, la mujer que lo acompañó y escuchó durante más de sesenta años, lo devastó. Y ya no fue el mismo. “Me saqué el anillo porque el fútbol, el trabajo, sí pasan; pero un dolor así no pasa más. Dicen que cuando se va uno, se va el otro, ¿no? A mí hoy no me molestaría en lo más mínimo irme”, dijo a principios de año.
Su obsesión fue Brasil, su último Mundial. Alfombró el camino del equipo para que llegara lejos, trató de convertir a Messi en el Maradona del ‘86 y se vació de energía en aquella final perdida. Días después, dolido o malhumorado por la partida de Sabella, tal vez tenía en mente a su único amor, su amor perdido, cuando habló –por última vez frente a las cámaras– de la novia a la que no pudo retener.
Y un día, Julio Grondona, el Ferretero Inoxidable, The Godfather, el Papa de Viamonte, también se fue. Quién diría. Por fin, para bien y para mal, nos dejó solos.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.