Por Guido Glait | Argentina no le ganó a nadie y de jugar bien, ni hablar. Ya volverá el momento para dejar atrás ese ego hecho pedazos y buscar la gloria en vez de esperarla.
Guido Glait
Nos gusta demasiado la épica, para qué negarnos. Los temas nos fascinan sólo si tienen romance, lágrimas y un poquito de morbo.
La final era el partido soñado en ese sentido: angustia, nervios, el pobre aguantando ante la maquinaria rubia… Si hubiéramos podido elegir habríamos hecho que nos expulsaran a dos, que nos pegaran tres de tiros en los palos y que el gol lo convirtiera Messi en el descuento, desgarrado, bajo la lluvia y con la cara manchada con barro. Y que en un festejo en cámara lenta fuera a saludar a su novia de la infancia, embarazada a punto de parir, que salta la valla para fundirse en un beso. De fondo, Carrozas de Fuego.
Pero faltó el golpe de Stallone en Rocky IV.
Somos tan pasionales. Un 7-1 en una semifinal es medio berreta porque un 7-1 no tiene dueño, no hay rostros, es de todos y por eso de nadie. Y lo perfecto nos aburre. Mucho mejor es ganarla por penales así le ponemos nombres a la hazaña: Mascherano devenido símbolo patrio; Romero, el humilde que vino desde el interior como Cachito campeón de Corrientes. Que nuestro arquero sea figura es bueno, pero es mucho mejor si ese arquero es Romero, a quien pasamos de tacho de basura nacional a héroe en seis, siete minutos.
Demichelis no es el campeón con el City sino ése que puteábamos en arameo y se rehace como un titán. Y Biglia es un NN hasta el perfecto instante en que se pone una venda en la mano ante Holanda y juega con cara de dolor. Ahí recién conocemos a Biglia, Biglia el Grande.
Y para que todo sea más hollywoodense tenemos que encontrar el enemigo. Porque si no hay dolor ajeno, si no hay sangre, no hay goce. No se conocía canto brasileño, ni chino, ni mongolés que se ocupara más de agredir que de alentar, pero acá estamos nosotros para llegar con el nuevo himno y preguntar qué se siente tener en casa a tu papá. Y lo repiten bobamente periodistas hechos, gente grande, seria, de corbata: 57 palabras dedicadas al más berreta de los gastes. El supuesto hijo tiene cinco mundiales adentro, pero qué bah.
Después nos la agarramos con el árbitro Rizzoli, que en la final la pifió mal. Lo recordaremos durante años como recordamos al chamaco de Codesal. Vaya memoria selectiva: ¿quién se acuerda del árbitro que permitió el gol de Maradona con la mano?
Argentina no le ganó a nadie. La primera zona fue con rivales chiquitos y después llegaron monstruos creados por nosotros mismos para regocijarnos. “Cuidado con Shaqiri que es un crack interplanetario”; “Ojota que Bélgica es el tapado, eh”, nos repetíamos hasta que penetrara. Sólo ese guión que nos autovendimos disimuló dos triunfos pobres. Y ante el primer rival de fuste, Holanda, hubo empate tras sólo dos situaciones de gol en 120 minutos.
De jugar bien ni hablar. Más allá de una entrega ejemplar no se jugó bien nunca, ni siquiera en la final que muchos reconocen. Sólo se defendió bien, que es la mitad de la historia. En los 90 minutos iniciales Argentina tuvo el 36,2 por ciento de posesión, su partido mundialista más bajo en ese ítem desde Inglaterra ’66. Jugar bien incluye tener la pelota, lo demás puede llamarse practicidad.
Ya volverá el momento para dejar atrás ese ego hecho pedazos y buscar la gloria en vez de esperarla. Para juntar esa tremenda garra con algo de audacia y tomar los riesgos que toman los buenos. Por ahora alcanza porque hoy garpa la épica; y los huevos, en un país buscador de lágrimas, son épicos.
(*) Editor del Diario PERFIL, especial para 442