Hace 84 años no era fácil dar el presente en los mundiales porque el viajar no era un placer.
Luciano Wernicke
El traslado de un equipo de fútbol no representa hoy mayores contratiempos. Muchos de los seleccionados que participarán del Mundial de Brasil, por ejemplo, tendrán un avión propio para volar de una sede a otra sin dilaciones ni distracciones con otros viajeros.
Pero, hace 84 años, no fue fácil dar el puntapié inicial mundialista precisamente porque viajar no era “un placer”, como canta Pipo Pescador. El congreso de Barcelona de 1929 había decidido que la primera Copa se jugara en Uruguay en 1930 y las naciones europeas no querían viajar tantas semanas en barco para competir en ese paisito del fin del mundo. El presidente de la FIFA, el francés Jules Rimet, convenció a los dirigentes de su propio país, Rumania, Yugoslavia y Bélgica para que concurrieran a la gran cita. Uruguay también colaboró: pagó el traslado de todos los participantes.
Las delegaciones de Francia, Rumania y Bélgica partieron el 21 de junio desde la bella ciudad provenzal de Villefranche-sur-Mer hacia el Río de la Plata, a bordo del barco “Conte Verde”, mientras el equipo de Yugoslavia se trasladó en la nave “Florida”. Llegaron dos semanas más tarde a Montevideo, sede exclusiva del torneo.
Cuatro años después, la odisea fue protagonizada por las escuadras americanas -como Argentina, Brasil o Estados Unidos- con un agravante: todas se volvieron tras perder el primer partido porque se había cambiado el sistema de competencia y, en lugar de grupos iniciales, se había establecido un cuadro de eliminación directa que arrancó desde octavos de final. Brasil y Argentina, por ejemplo, demoraron dos semanas en arribar a la península itálica y apenas dos días en quedar eliminados, víctimas del nuevo esquema.
En 1934, los prolongados traslados marítimos no fueron el único escollo para los deportistas. El delantero húngaro Gyorgy Sarosi no pudo participar del triunfo de su equipo sobre Egipto, por 4 a 2 en Nápoles, porque… ¡había perdido el tren que debía llevarlo desde Budapest a Italia!
El 4 de mayo de 1949, un año antes del primer Mundial de Brasil, se produjo una de las grandes tragedias de la historia del fútbol. El avión que transportaba los jugadores y el cuerpo técnico del club italiano Torino se estrelló poco antes de arribar a la capital piamontesa contra una basílica de la localidad de Superga. El plantel granate regresaba de Lisboa, Portugal, donde había enfrentado a Benfica en un match amistoso. La tragedia también golpeó fuerte a la selección italiana: diez de sus once titulares jugaban en el equipo turinés, que había ganado las últimas cuatro ligas de manera consecutiva.
Para viajar a Brasil a defender el título de 1938, el entrenador Ferruccio Novo se enfrentó a dos problemas: uno, armar un nuevo seleccionado “de cero”; otro, el traslado hacia Sudamérica, ya que, después de lo sucedido, los jugadores estaban muy sensibilizados y nadie quería ver un avión ni en figuritas. En conclusión, se determinó que la escuadra “azzurra” viajara en barco, única delegación que arribó por ese medio a Brasil. Ya en alta mar, Novo se topó con otro imponderable: en el primer entrenamiento todas las pelotas terminaron en el mar.
Al arribar varios días después a Santos, localidad-puerto de San Pablo, los jugadores italianos se encontraban mal entrenados y ligeramente excedidos de peso. En su debut, Italia fue derrotada por Suecia 3-2 y quedó eliminada cuatro días después cuando el equipo escandinavo empató con Paraguay. El equipo peninsular fue el primer defensor del título en no superar la primera ronda de la competencia siguiente.
A su regreso a Roma, Novo aceptó estoico las durísimas críticas que le llegaron a través de la prensa, aunque en su defensa declaró: “Solamente se me puede atribuir un error: El de no haber insistido en llevar en avión a los jugadores”.
(*) Nombre de una canción de Serú Girán