Con su renuncia, Ramón Díaz fue Menem: calculador, prudente y narcisista.
Hugo Asch
—Usted me aseguró que antes perteneció a otro, eso significa que es posible desprenderse de él.
—Es posible, claro. Pero sólo él sabe cómo, y nunca lo dice. Uno debe averiguarlo por sí mismo. Pasa como con su aspecto. Cada caso es distinto. Supongo que algunos lo llevan a su lado hasta la muerte.
Abelardo Castillo (1935); de “La cosa”, cuento incluido en “El espejo que tiembla” (2005).
En los años 90, mimetizado con el brillo berreta del uno a uno, apostaba camionetas importadas con Macri antes de los superclásicos y, orgulloso, se definía como “el segundo riojano más famoso”. Esta semana, por fin Ramón Díaz fue Menem. El Menem de 2003. Calculador, prudente, narcisista, soñó el bronce para sí y el plomo para quien lo suceda. Y chau.
Renunció a tiempo luego de ganar dos títulos en una semana. Se fue luego de celebrar junto a Rodolfo D’Onofrio, sonrisas forzadas, pulgares hacia arriba, más resignación que euforia, la procesión que va por dentro, para ambos. “Hay Ramón para rato”, dijo el presidente involuntariamente preciso, el jueves 22. Y sí. Fue un rato.
El martes 27, después de la final contra San Lorenzo, Díaz, de contra, como un estratega genial, levantó su tercera copa personal frente al hombre que le marcó la cancha desde el primer día, a puro límite: recortes en su contrato, críticas a través de los medios cuando agradeció a la barra y Francescoli como contrafigura, nada menos. Pero Díaz tuvo suerte: amagó, enganchó y los dejó pagando, a contrapierna. Una jugada brillante, de ésas que sabía hacer con la pelota en los pies.
—¿Asch? ¿El que me mata en sus columnas? Mucho gusto. Perdón por interrumpir su texto. Es un minuto. Me estoy yendo, je.
Allí estaba. Ramón Díaz en persona, parado frente a mi escritorio, plena redacción, gesto irónico, los ojos inquietos de un ave de montaña, un extraño envoltorio que apoyó al lado de mi teclado. “Nothing personal”, dije, como un marine antes de castigar a otro. Se rió con malicia. O no me creyó, o su inglés es aun peor que el mío.
—No se equivoque. Tuve mis razones para renunciar. Yo siempre quiero lo mejor para una institución que me dio tan lindas satisfacciones. No es fácil dirigir a un club tan importante.
Ah, ese viejo casete lleno de frases hechas. Díaz me hizo un guiño, arrimó una silla y se sentó. Señaló el paquete.
—Le traje un poco del cabrito que hicimos el otro día con mi hijo Michael, en La Rioja. Acéptelo, Asch, que está muy rico. Después de probarlo seguro va a decir que soy mejor asador que técnico, je.
—Mm… debería llevarle otra porción a Saja, que falló aquel penal sobre la hora, Ramón. Si Racing empataba, quizá hoy estaba afuera pero sin gloria, sin copas ni venganza consumada.
—Estee… Gran arquero, Chichizola. Lo trabajamos mucho para que no se nos cayera mientras jugaba Barovero. Se formó un grupo sensacional y armamos un gran equipo, aunque usted dice que no se refleja en los espejos, je. ¿Se cree que son vampiros?
—No. Lo que creo es que nunca llegó a ser un equipo. ¿El 5 a 0 contra los chicos de Carusito? Nah, ese partido no lo cuento, Ramón. Y no me haga hablar de Fabbro, Menseguez, Ferreyra, Uribarri, Ponzio, del nivel de Teo y Cavenaghi…
—¿Acá cualquiera habla de fútbol, eh? ¡Y después critican a Emiliano! Mi hijo será un gran técnico. Cuando gane su primer título se los voy a dedicar a todos los que lo subestimaron.
—Algún mérito tendrá, no lo dudo. Ledesma, por ejemplo, dijo que gracias a él, usted se acercó más al jugador. Que como está más viejo y sensible, se volvió “más humano”. ¿Lo quiso ayudar el Lobo, o sin querer lo tiró debajo de un camión? ¿Antes no era humano? ¿No tenía amigos, sólo socios, o compañeros de trabajo?
—Por favor. El Lobo es un jugador serio, que me hizo llorar en la cancha. Le deseo lo mejor.
(Ay, Ramón. ¡Basta de casete, por favor, que le devuelvo el cabrito!).
—¿Y a los hinchas de River que tanto pidieron por su vuelta? ¿Qué les desea? ¿No siente que los abandonó?
—Los hinchas me conocen mucho, como jugador, como técnico, y saben que siempre decido lo mejor para ellos y para el club.
—Bueh. Escudero dijo que se sentía “incómodo”. ¿Tan mal se lleva con Francescoli?
—Enzo. Grandísimo jugador. Lo dirigí y juntos logramos cosas importantes. (No hay caso. O es autista, o se está divirtiendo conmigo)
—Sí, claro. Pero para muchos era él quien le dirigía el equipo desde adentro, ¿recuerda? Acéptelo, Ramón: ni Francescoli ni D’Onofrio lo quisieron jamás. Su renuncia les quitó un peso de encima.
—Pasamos lindos momentos en la fiesta del campeonato, brindando juntos. La gente de River celebró mucho esa noche.
—¡Basta de sanata, Ramón! Cuente: ¿cuándo decidió renunciar? ¿Fue mientras el equipo goleaba a Quilmes? ¿En el vestuario? ¿En los festejos? ¿Se la jugó a ganar el segundo título para alimentar más su mito?
Díaz habló de ciclos cumplidos, de las ofertas que desechó para seguir en River por menos dinero, de sus disculpas públicas por el saludo a la barra; de la política de austeridad y de las puertas del club, eternamente abiertas para él y Emiliano. Uf. Me cansé.
—Sí, sí. Pero la verdad, Ramón, es que con D’Onofrio y Francescoli no se podían ni ver y que ganar esos títulos para después refregarles la renuncia en la cara fue una venganza íntima para usted, lo más parecido a la felicidad. Gallardo cargará con una mochila muy pesada, le traigan a quien le traigan. Porque al menor tropiezo, cualquier futuro técnico de River se las verá con la sombra del viejo mito, los cantitos de la barra amiga, o cliente: “¡Oy, oy, oy, oy!”; y otras supersticiones…
Hablaba solo. De pronto, Ramón había desaparecido de su silla. “Cocinado a fuego lento, como se debe”, “muy tiernito”, “que lo disfrute, je”, decía en voz alta sin mirarme, ferozmente dichoso, conteniendo la risa pícara mientras buscaba la salida, señalando al cabrito, hablando de otra cosa y de otra gente, claro.