La fundación del mejor futbolista del mundo sacó un libro conimágenes inéditas de su infancia y llegada al Barcelona.
Cruzar Lavalleja al 500 no demanda más de cinco pasos. En particular, esa calle angosta del sur de Rosario, hasta no hace mucho de tierra, era un territorio tomado por los chicos que jugaban a la pelota partidos interminables, donde rara vez los interrumpía el paso de un auto y los hechos de vandalismo no pasaban de un vidrio roto por un pelotazo. Fue la última generación que vivió su infancia jugando en las veredas, donde las puertas de las casas permanecían siempre abiertas y cada tanto eran invadidas por chicos que buscaban algo para tomar. Si era gaseosa, mejor.
Casi religiosamente, después del colegio, la abuela Celia lo tomaba de la mano al pequeño Leo, más Pulga que nunca a sus 5 años, y junto con sus dos hermanos doblaban la esquina por la calle Primero de Mayo. La ansiedad por jugar al fútbol hacía que Leo se soltara y corriera a patear cualquier piedrita que hacía las veces de pelota. Cada lunes, miércoles y viernes, la peregrinación al club Abanderado Grandoli se repetía. El crack argentino nació un 24 de junio de 1987 en la Clínica Italiana de Rosario. Era un bebé “grandote” de 3,6 kilos. Sus papás, Celia Cuccitini y Jorge Messi, ya habían tenido a Rodrigo y a Matías. Siete años más tarde llegaría María Sol.
Un testigo privilegiado de la historia de Leo es su vecino de enfrente, Rubén Manicabale: “A los nueve meses Leo ya movía el piecito así (Rubén recrea el movimiento con su mano al recordarlo), como ya queriendo pegarle a la pelota. Y todavía no sabía ni caminar”, aseguró invadido por la nostalgia.
Rubén es el abuelo de Cintia Arellano, la mejor amiga de Lionel en la infancia. Si bien a Leo no le gustaba ir a la escuela, una vez que estaba adentro lo pasaba bien. Todo se hacía más fácil por dos motivos: los recreos en los que jugaban a la pelota, y Cintia, que varias veces lo salvaba de los exámenes.
“¿Me decís la respuesta de la tres?”, le susurraba Leo a ella durante la prueba. “El siempre se sentaba delante de mí o atrás y nos pasábamos las respuestas escritas en la regla o en la goma”, confiesa su amiga del alma, que hoy atesora varias camisetas que Leo le regaló.
El colegio quedaba a pocas cuadras de la casa de los Messi, y hoy, en la modesta y alegre Escuela Nº 66 General Las Heras, se guardan los recuerdos de la estrella del Barcelona como verdaderos tesoros.
“Yo lo tuve a Lionel en quinto y sexto grado, en Matemáticas y Ciencias Naturales”, cuenta orgullosa la maestra Andrea Sosa. “En el aula era muy tranquilo, de los que se sentaban adelante. Me acuerdo de Walter, un amigo suyo que era terrible, pero creo que nunca tuve que retar a Leo. Como todos los chicos, esperaba el recreo para salir a jugar a la pelota. Allí se transformaba. Tengo una imagen de él corriendo y gambeteando por el patio exactamente como hace ahora en la cancha.”
Messi era de los que iban adelante en la fila porque era uno de los más pequeños, y su sonrisa le facilitaba las lecciones. Pero a la hora de jugar al fútbol, era el más grande. “Una vez –recuerda su maestra– hubo un torneo, y los chicos del turno mañana lo invitaron porque jugaba bien y ganaba los partidos. Terminaron ganando el campeonato invictos.”
Hoy Messi reconoce que en el colegio no era uno de los mejores alumnos. “El estudio me costaba muchísimo, no me gustaba, era muy vago… debería haber estudiado más, aprender algún idioma y, la verdad, no lo hago por vagancia. ¡Me arrepiento siempre, pero no lo hago nunca!”. Leo esperaba el momento del recreo. El patio era su reino y con la pelota se sentía importante y feliz.
Sus sueños no pasaban por ser ingeniero, marinero o astronauta. El quería ser “gambeteador profesional”, un trabajo que finalmente le permitió construir los más hermosos sueños, surcar los siete mares y alcanzar nuevos mundos. Como si fuera un cuento maravilloso, relatado por su abuela antes de dormir.
(*) Extracto del libro Messi, elegí creer.