El equipo de Ramón acaricia el título. Estudiantes y Gimnasia, a la espera de un milagro.
Hugo Asch
“Pero no cabe ninguna duda de que, para descubrir ciertas partes de la verdad,los malvados y los infelices están mejor dotados y tienen mayor probabilidad de obtener éxito; para no hablar de los malvados que son felices, especies que los moralistas pasan en silencio.” Friedrich Nietzsche (1944-1900); de “Más allá del bien y del mal”, Sección I, 39: ‘De los prejuicios contra los filósofos’ (1886).
El penal que erró Saja en el minuto final –justo Saja, otro que se extraña en esa lista tan amable de Sabella– y la victoria que salvó a Quilmes me dejaron sin el final que esperaba: los dos equipos de La Plata peleando el título, codo a codo y contra River, nada menos.
No será posible, a menos que la ilógica –que en el fútbol es la continuación de la lógica por otros medios– se imponga, irreverente, y deje a todos con la boca abierta o en medio de un desempate inverosímil. Lo bueno del fútbol es que allí, como en la vida, todo es posible. Hasta lo bueno.
Lo más probable es que hoy, a la hora del crepúsculo, River festeje, eufórico, un nuevo título, la revancha que sus hinchas pedían a gritos después de la humillación del descenso. Será conmovedor ver cómo se desahogan después de tanta pena; será un placer ver al Keko Villalba llorando otra vez en el Monumental, pero de alegría. Y no disfrutaré, para nada, la sonrisa irónica, canchera, infalible, de Ramón Díaz.
No me gusta Ramón Díaz. No me gusta lo que dice y cómo lo dice, y no me gusta lo que hace. Nunca supe –más allá de frases hechas, apelaciones a la historia, la grandeza, los inescrutables pasillos y otras vaguedades– cuál es su estilo, más allá de la inspiración de sus jugadores. Ganar, me dirán, con la feroz prepotencia de los números: cinco torneos locales y dos copas en un quinquenio. ¿Querés más, Asch? Sí, claro que quiero más.
La cultura de los ganadores seriales es una porquería, muchachos. No me interesa el rating, saber cuánta gente “metió” –como si fuesen ganado– tal o cual compañía de teatro. Me interesa el contenido. Si no, ¿de qué podríamos hablar? De números. Y en el fútbol, como en la vida, dos más dos casi nunca suman cuatro. Por suerte.
Y ya termino con Díaz –algo que al pobre D’Onofrio le costará bastante más que a mí: es irónico pero ésta, su primera alegría, quizá lo obligue a convivir con el técnico que menos quería–; Díaz, y su curioso estilo personal, más allá del fútbol. Que me gusta menos, aún. Porque pacta con los barras para tener respaldo. Porque confiesa: “Yo no tengo amigos, sólo socios y compañeros de trabajo”, y actúa en consecuencia. Porque no me divierte su ironía de bajo vuelo, los guiños cómplices, su corte de adulones, su buena fortuna. Que sí la tiene; junto a otras virtudes que soy incapaz de advertir.
Es irónico: en 2002 Aguilar lo echó después de ser campeón porque quería “cambiar la imagen del club”. Logró todo lo contrario. Primero, destrozó su propia imagen –dirigente progre que mutó, se asimiló al sistema y huyó por la ventana, dejando un tendal–; después, a puro error, alimentó el mito, año tras año. Volvió con Passarella, pero ya no fue lo mismo. Y cuando parecía que con D’Onofrio se le terminaba todo, ahí está Ramón, a punto de sumar otro título y tapar algunas bocas. Por eso escribo esto, ahora, antes que empiece a cantar el tradicional coro Los Amigos del Campeón. Son muchos.
Viví en el Barrio River –calle Betbeder, a una cuadra del Monumental–, y tengo amigos de River. Además, a Racing lo tienen tan de hijo que la relación es… casi familiar. Me alegra que celebren, más allá de los vaivenes de un equipo que no se refleja en los espejos. Pero debo ser honesto: esta vez, quería que el título lo ganaran Gimnasia o Estudiantes.
Adoro La Plata. Amo sus calles anchas, sus plazas, sus imposibles diagonales donde siempre me pierdo; esa sensación de aire limpio que transmite, de ciudad vivible, verde, amable, tranquila. Me enamoré de la ciudad y de alguien de esa ciudad que, como yo, ejerce el duro oficio del amor insensato: es hincha de Gimnasia. Ser de Racing no es fácil, pero ser de Gimnasia es todavía peor. Sobre todo si los vecinos hacen magia y consiguen lo imposible de la mano de un apellido símbolo: Verón.
Fui consolado por palmadas amables de hinchas del Lobo cuando Racing perdió en el Bosque su primera chance de volver a Primera, en 1984. Nos comimos tres en Avellaneda, cuatro allá y ellos me decían “¡Animo: el año que viene les toca a ustedes!”. Buena gente. Diez años más tarde, sufrí por el Gimnasia de Timoteo que sumaba subcampeonatos: 1995, 1996, 1997. Un equipazo que merecía un título; o dos. No pudo ser.
Dos pintadas crueles, escritas con pintura roja, le agregan sal a la herida. “Lobo: 126 años virgo”, dice una. La otra, breve, fatal, se repite en toda la ciudad como metralla: “7-0”. La ominosa goleada de 2006; cuando volvió Verón y Estudiantes fue, otra vez, campeón.
De Verón hablé mucho en esta columna. En una, de 2008, titulada “El líder”, escribí: “Verón juega de sí mismo y vale más que la suma de sus virtudes. Por momentos produce un efecto inhibitorio en sus rivales. (…) Podría detenerme en la claridad de su juego, su inteligencia para manejar los tiempos o en su pegada. Me quedo con lo intangible, aquello que irradia”. Seis años después, casi a los 40, transmite lo mismo.
Por La Plata, por ella y por los sufridos triperos, sueño con un desempate imposible, un haka milagroso como el de 2009. Por La Plata, también, me encantaría que Verón se retire con la copa en alto. Pero igual me alegraré por River, por su gloriosa historia, si son campeones y exorcizan, al fin, aquellos espectros del descenso.
¿Y Racing, Asch? Ah, bueno; lo de mi amor por la Academia es otra historia, compatriotas. No depende de títulos. Duele un poco, sí; pero eso es parte del goce narcisista. Porque como García, le digo –a mi Racing, le digo–: “Te amo, te odio, dame más”.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.