Con libreto del autor y cineasta, la ópera Ultramarina retoma elementos históricos de una organización de prostitución forzada.
En nuestro país, la ópera contemporánea suele darse pocas veces. Esas pocas suceden mayormente en espacios oficiales, como el Centro de Experimentación del Teatro Colón y el Teatro Argentino de La Plata. Todavía menos frecuente es que esas puestas en escena las hagan grupos independientes, como el proyecto Teatro Musical Contemporáneo (TMC), del director Marcelo Lombardero y el productor Miguel Galperin.
El pasado 27 de abril, el TMC, apoyado por la Fundación Szterenfeld, dio la primera función de Ultramarina, con libreto de Edgardo Cozarinsky, música de Pablo Mainetti, dirección de orquesta de Andrés Juncos y dirección general de Lombardero. Todos juntos, con seis cantantes, tres actores y doce instrumentos, siguen con funciones los martes 13, 20 y 27 de mayo, a las 21 en la sala de Hasta Trilce (Maza 177).
Ultramarina tiene como trasfondo a la famosa red mundial de prostitución Zwi Migdal, operada por delincuentes judíos, que forzaban a mujeres judías, con sede en Buenos Aires entre 1906 y 1930. Cozarinsky, el escritor y cineasta argentino apreciado en Francia, Suiza, Portugal, Estados Unidos y hasta en Corea, explica las transformaciones por las que ha pasado el material de esta obra, cuyo punto de partida es la novela del propio Cozarinsky, El rufián moldavo (Emecé, 2004), basada en sus investigaciones sobre la Zwi Migdal.
—¿Cómo se gestó su novela?
—La investigación no fue académica, sino una búsqueda de materiales para la ficción. Incluyó desde actas policiales y el libro de un comisario de Rosario hasta una tesis de la Universidad Humboldt de Berlín; memorias de autores de tangos; y, sobre todo, muchas noches en los Archivos del Congreso, donde me sumergí en diarios viejos. También viajé para introducirme clandestinamente en los cementerios “de rufianes y putas” (únicos donde los cuerpos de delincuentes y prostitutas eran aceptados para ser enterrados), en Villa Dominico y en Granadero Baigorria, a pocos kilómetros de Rosario.
—¿Qué relación hay entre ficción y realidad?
—Para mí, en la novela como en el cine, documento y ficción están estrechamente entrelazados. Los personajes de esta novela fueron tomando carne a medida que yo recogía anécdotas en mis lecturas, y mientras escuchaba esas letras de tango que nos cuentan más que la crónica.
—¿Cómo surgió y se llevó adelante la transformación de la novela en ópera?
—Originalmente, esto había sido un encargo de Marcelo Lombardero para el centenario del Teatro Colón. Pero no pudo ser llevado a escena en aquel momento porque Marcelo fue desplazado por esos vaivenes de la politiquería nuestra que pusieron como director artístico del Colón a un tal Sanguinetti (se refiere a Horacio Sanguinetti, director entre octubre de 2007 y enero de 2009). Pero Mainetti y yo le fuimos fieles a Lombardero, y hoy la obra ve la luz en una puesta y con dramaturgia de quien la encargó. Le entregué mi libreto a Marcelo para que lo ajustara a las condiciones de producción; estoy muy contento con todas sus decisiones. El libreto tiene algo de guión cinematográfico, con saltos temporales y puntos de vista opuestos, y consigue una continuidad musical y onírica.
—¿Por qué se interesó en una organización como la Zwi Migdal?
—Porque me interesó la paradoja de que eran judíos creyentes quienes explotaban mujeres “impuras” avalados por una interpretación de su propia religión. La mujer “caída” (ya sea la promiscua o la adúltera) era considerada “impura”; no merecía el respeto de la esposa y la madre. En el tradicionalismo ajeno a la corriente “de las luces” en el mismo judaísmo, esa mujer se convertía en mercadería. Pero es desde luego un tema para tocar con pinzas, que puede caer en el antisemitismo. Mi preocupación fue que no se convirtiera en glamour.